Prólogo

Era otoño. El sol estaba cayendo en el horizonte. Empezaba a atardecer y el frío de la noche ya se empezaba a sentir. El aire olía a una mezcla de jara y tomillo. Los caballos tosían fatigados a consecuencia de todo un día sin descansar. La arena del galopar se podía mascar en la boca.

La patrulla que mandaba Sancho seguía lentamente su camino y volvía al no haber encontrado nada extraño.

De pronto, pareció levantarse viento. Soplaba con fuerza. Al pasar entre las hojas de los árboles aullaba y a veces semejaba como gritos lastimeros o el aullido del lobo. Parecía como si se enfadara por encontrar algo en su camino.

– Volvamos, ha sido una falsa alarma –afirmó Sancho.

– !Allí¡ !allí¡ -gritó uno de los hombres, señalando con la mano.

A lo lejos se podía ver una columna de humo negro. El viento jugaba con ella dibujando caprichosas formas.

Los hombres se dirigieron a galope. El polvo del camino se iba mezclando con el denso olor a humo. A medida que se acercaban sus temores iban teniendo más fundamento. El sabor de la arena se mezclaba con el olor a humo.

El aire olía a una extraña mezcla de jara, tomillo, arena, caballo y humo.

La aldea de Requinta, cercana a Villainocencio, había sido atacada. La patrulla subía un cerro con esfuerzo de todos, hombres y caballos. Al alcanzar su cima se detuvieron y contemplaron desde arriba la aldea. Lo que todos estaban pensando había pasado de la imaginación a la realidad. Mostraba la señal de un feroz ataque. El fuego había consumido de manera implacable aquellas casas, que con tanto esfuerzo habían sido construidas por los campesinos. Pero eso no era lo peor. Desde lo alto se veían cadáveres, cuerpos ya sin vida.

Evaluaron la situación. No eran muchos para responder a un ataque. Pero no se veía ni rastro de los atacantes. Era casi seguro que habían marchado. Bajaron lentamente por la ladera del cerro.



Llegaron a la aldea. Las casas estaban ardiendo y se podían ver los cadáveres esparcidos por todos los lugares. El olor a fuego, a sangre y a muerte impregnaba el aire. Los muertos eran tanto hombres, como mujeres, niños y ancianos.

Descendieron de los caballos. Andando y visto de cerca, el horror de la destrucción daba escalofríos y desasosiego.

– Están aquí, ya están aquí, San Miguel será la próxima –comentó uno de ellos.

– ¡Qué coños van a estar aquí! –exclamó otro- ¡de qué cojones creeis que van a vivir! ¡No hay nada en los campos!

– !Malditos infieles¡-gritó con ira uno de los hombres, elevando con rabia las manos al cielo.

Las techumbres de paja eran consumidas lentamente por el fuego, desprendiendo un humo negro, denso, asfixiante, que hacía difícil la respiración.

Caminaron por la aldea, observando todo lo acaecido.

Un hombre yacía en el suelo con la cabeza ensangrentada y el rostro desfigurado. Unos metros más adelante una mujer aparecía con una lanza clavada y cerca de ella un niño de corta edad que tenía la cabeza separada del cuerpo. Todo parecía indicar que se lo habían arrancado de los brazos para matarle en presencia de ella.

Era un horror más allá de lo indescriptible.

Sancho, el merino de la villa de San Miguel, cerró los ojos. Todo su mundo parecía que se derrumbaba. Y él, a pesar de ser fuerte, también parecía derrumbarse. Sintió una angustia en el estómago como si le estuvieran mordiendo dos perros. Era un hombre duro, curtido, pero todo este horror y toda esta violencia sin sentido le repugnaba. Hacía una semana que había muerto su esposa en su segundo parto. Nunca se había sentido un gran esposo, pero recordaba que alguna vez la tuvo afecto, y le pesaba no haber sido un marido mejor. La echaba de menos, a pesar de las contínuas discusiones. Fue un duro golpe. Y ahora este horror.

Dirigió su vista hacia Villainocencio. Comprendió en silencio. Y aunque no se le vieron las lágrimas, en silencio lloró.

La carga que llevaba estaba siendo ya demasiado pesada.

Una voz le distrajo de sus pensamientos.

– Nunca los moros habían atacado empezando la primavera, señor -el joven aún no tendría los veinte años.
Sancho, sin mediar palabra, se acarició el bigote. Se acercó al cadáver de la mujer. Las moscas revoloteaban alrededor. Estaba tendida boca abajo. Al volverla pudo contemplar unos ojos abiertos llenos de horror. Estaba fría. Agarró la lanza que tenía clavada en el pecho y la arrancó. De la herida de la lanza no brotó sangre. Hacía tiempo que la mujer había muerto. Contempló detenidamente la punta de la lanza.
Ni el acabado, ni el acero eran de tan buena calidad como el utilizado por los musulmanes.

– No han sido los moros. Esta lanza no es mora -habló Sancho, volviéndose hacia sus hombres.

Un corro se agolpó alrededor de Sancho y fijaron su vista en la lanza que llevaba en la mano. Su punta, con unos restos oscuros de sangre seca, era similar a la de las lanzas que ellos utilizaban.

Se hizo el más frío silencio. Todos comprendían la veracidad de las palabras de Sancho.

– Esta masacre probablemente es obra del mandatario de Villainocencio. Que me ahorquen si no es cierto -dijo uno de los hombres.

– Sea de quien sea -dijo Sancho-, lo cierto es que no hay testigos. Jamás sabremos quien ha sido, ni con que objetivo. Los muertos ya se hayan, para mal o para bien, en presencia del Señor, pero a nosotros nos queda vivir con todo esto. Por mucho que nos duela, lo cierto es que han sido cristianos. Esta vez, los moros no tienen nada que ver con esto.

El viento soplaba con fuerza. Las cenizas cegaban los ojos de los hombres.

– Vámonos. Este lugar me está dando escalofríos -dijo Sancho.

Los hombres montaron a caballo. Empezaron a marcharse. A lo lejos, alguno volvía la vista atrás. En silencio reflexionaban. Vinieron a la frontera buscando tierra y libertad. Y lo único que habían encontrado es el infierno.

– ¡Esperad! -sonó la ronca voz de uno de ellos.

– ¿Qué pasa? -le preguntó Sancho volviendo la cabeza.

– Escuchad. Algo se oye en el viento -contestó alzando la mano en señal de silencio.

Algo así como una débil voz o un grito podía escucharse, pero el viento impedía oírlo con nitidez.

– ¡Vámonos! ¡Son las almas de los muertos que piden venganza! -alguien gritó.

– Puede que alguna persona esté viva y necesite ayuda -dijo otro.

Quedaron en silencio, intentando descifrar el misterioso sonido.

Por fin Sancho tomó la palabra.

– Voy a volver. Quien quiera que me siga.

Sancho tomó con fuerza las riendas de su caballo y dió media vuelta. Cuando había caminado unos diez metros, todos los hombres hicieron lo mismo y le siguieron.



Al entrar a la aldea, sólo se oía el sonido del viento. Un sonido que producía escalofríos. Todos permanecían en sus caballos, en silencio, intentando volver a escuchar el sonido.

No se oía nada. Así pasó un tiempo.

Sonó como un llanto.

– ¡Sólo es un maldito gato! -comentó uno.

– Vamos a comprobarlo -contestó Sancho bajándose del caballo.

El resto de los hombres hicieron lo mismo. Se separaron y buscaron el enigmático sonido. Uno de ellos estaba seguro de la dirección en que se oía. Avanzó lentamente, con seguridad. El sonido cesó. No obstante, siguió avanzando. Volvió a oírse. Esta vez con más claridad.

Era el llanto de un recién nacido.

El sonido salía de una casa. Parte del tejado estaba quemado y varias vigas estaban rotas, al igual que muchos adobes de los que estaba construida estaban abiertos por el calor. La puerta estaba completamente destruida y el techo derrumbado. Entró agachado para no golpearse en la cabeza con los restos del techo.

Ahí estaba.

Envuelto en una manta de lana, sobre un jergón de paja, lloraba, rojo de rabia, manoteando en el aire. Se había agitado tanto que prácticamente la manta ya no le cubría. El hombre pudo observar que se trataba de un recién nacido. Lo tomó con cuidado y salió fuera gritando.

– ¡Aquí está! ¡Aquí está! ¡Es un niño!

Fueron llegando los demás hombres y se arremolinaron alrededor de él. Abriéndose paso entre ellos, Sancho se adelantó hasta el hombre que le tenía entre sus brazos. El niño seguía llorando, ajeno a lo que estaba sucediendo.

– Es un niño, señor, concretamente un varón -dijo el que lo sostenía.

Sancho, sonriendo, acarició la cabeza del niño.

– Y tiene hambre -añadió.

– Le llevaremos al monasterio -sugirió uno de los hombres-. Los monjes cuidarán de él. ¿No os parece, señor?

– No -contestó Sancho escuetamente.

Todos quedaron en silencio, esperando oír algo más. Sancho continuó.

– Este niño es un regalo del cielo. Me le llevaré a San Miguel y le criaré con mis hijos como si fuera uno más.
Sancho miró al niño. Éste no hacía más que llorar.

– Es hora de marcharnos -concluyó.

Montaron a caballo y partieron del lugar.


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