Sueños imposibles (4/24)


A Diego le estaba superando todo. La muerte de Elvira y el ataque del señor de Villainocencio a San Miguel. Hacerse cargo de la merindad de San Miguel tras la batalla de Rueda, con las consecuencias trágicas que supuso. Y cuando empezaba a ordenar todas sus ideas, aparece su hermano Rodrigo vivo, cuando todos le tenían por muerto. Era difícil asimilar tantas cosas en poco tiempo.
   
Quizá se había encerrado demasiado en sus pensamientos y en su gente de confianza y no conocía todo lo que ocurría en San Miguel. De atender y dar órdenes sobre el ganado, el castillo y la defensa de la merindad,  Pensó que no conocía muchas cosas de las que ocurrían en su territorio. Así que decidió andar por el mismo, sin más pretensión.
   
Siempre iba y venía deprisa a caballo y ahora andaba a pie. La mirada del mundo, de esta manera, se le antojaba distinta. Se fijaba más en todo lo que ocurría a su alrededor, se paraba a hablar con la gente, no era el saludo escueto de a caballo.
   
Se detuvo enfrente de donde vivían los judíos, Simón y su hija Sara. Se dedicaban al comercio.

Frecuentemente les visitaban otros judíos con los que hacían compras y ventas de mercaderías. La gente en San Miguel estaba dividida en cuanto a ellos. Unos les consideraban gente pacifica y trabajadora. Otros, en cambio, pensaban que tenían cultos diabólicos y que eran aliados secretos de los moros. En todo caso, tenían pocos tratos con los vecinos de San Miguel.
   
El secreto sobre ellos atrajo a Diego a su casa. Hizo ver como que entraba a saludarles. La puerta estaba cerrada. Llamó, pero nadie contestó. Empujó con fuerza y ésta se abrió. Traspasó su umbral. Cerró la puerta tras él.
   
Contempló el interior. A la entrada había un largo pasillo con su interior bellamente decorado. No era la típica vivienda de una familia de San Miguel.
   
El aire olía a incienso y pudo contemplar en una de sus paredes un viejo rótulo escrito con extrañas letras, que debían ser hebreo. Caminaba y sólo se oían sus pasos.
   
Al final del pasillo oyó moverse algo. Unas columnas impedían a Diego ver quien era.
   
– ¡Quién anda ahí? –una voz rompió el silencio.
   
Al final del pasillo había una sala ricamente decorada, con extraños signos y decoraciones. Diego, tras la luz de las velas, pudo ver quienes estaban en la sala. Un hombre mayor con hábito blanco y una muchacha tapada con un velo.
   
 Todo esto le pareció muy extraño y se acercó desafiante.
   
–Diego, vuestro merino –contestó levantando la cabeza.
   
Como si hubieran oído algo terrorífico, los dos se miraron con cara de angustia.
   
–Mi señor, no reveléis que aquí practicamos nuestro culto –suplicó el anciano.
   
–Así que son ciertos los rumores –dijo Diego, acariciándose la barbilla–. Adoráis al diablo.
   
–¡No, señor, antes muertos que adorar al maligno! Adoramos al único dios verdadero, al vuestro.
   
–¿Al mío? –la pregunta de Diego era sarcástica.
   
–Mi señor, por piedad, no hacemos daño a nadie –volvió a suplicar el hombre.
   
Él y la muchacha estaban aterrados.
   
Diego rompió a reír a carcajadas.
   
– ¡Dejad ya de temblar! –gritó–. ¡Me importa un cuerno que practiquéis vuestra falsa religión!
   
Respiraron aliviados.
   
–Señor –dijo el anciano ladeando la cabeza–. Si las gentes se enteraran ...
   
–Por vuestra culpa España cayó en poder de los moros. Dado el cariño que existe hacia los judíos, destruirían el lugar y en el frenesí de la destrucción os harían pedazos –Diego acabó la frase–. Pero podéis estar tranquilos, no seré yo quien se lo diga. Bastante desgracias tenéis con adorar falsos ídolos.
   
El hombre se arrojó al suelo y besó la mano de Diego.
   
–Sois grande y magnánimo como vuestro padre. ¡Qué Yahvé os proteja!


Avanzar narración: Sueños imposibles (5/24)

Retroceder narración: Sueños imposibles (3/24)

Comentarios