LA REVELACIÓN
El salón del castillo estaba lleno de caballeros. Rodrigo
había dado órdenes a los criados
para que avisaran a todos de que algo les tenía que contar. Los rostros de los
allí presentes reflejaban curiosidad e intriga. Sospechaban que era algo muy
importante.
Rodrigo se subió
a la tarima donde estaba el asiento en el que Diego daba audiencias y celebraba
juicios. Pidió silencio.
Se hizo un
silencio sepulcral. Rodrigo empezó a hablar.
–Caballeros de
San Miguel, os he reunido aquí a todos para contaros algo. No estuve prisionero
de los moros.
El estupor y la
sorpresa se vieron reflejados en la cara de los asistentes. Siguió a esto las
habladurías y los comentarios.
– ¡Ya lo
sabíamos, Rodrigo! –una voz anónima surgió recriminando– ¡no hubo prisioneros
en la batalla de Rueda! ¡esos mal nacidos remataron a todos!
Otras voces
surgieron pidiendo silencio. Rodrigo continuó hablando.
–En la batalla de
Rueda, dos caballeros cristianos iban a atacar por la espalda a un caballero
andalusí. Yo lo impedí porque eso no es pelear limpio. Intenté luchar con ese
caballero en buena lid, pero él rehuyó el combate. La batalla continuó y yo fui
desmontado y arrollado por la caballería musulmana, como alguno de vosotros
pudisteis ver. Este mismo caballero me recogió y me llevó a Al-Andalus, donde
fui cuidado en su casa, en prueba de gratitud por haberle salvado la vida.
"Su nombre
es Omar Ben Musa. No está de acuerdo con Ben Amir o Almanzor, como ahora se
hace llamar, y aunque no lo reconoce, conspira contra él. Es un enemigo suyo.
Todos nosotros –señaló a todos con el dedo– somos enemigos de Ben Amir, el que
ahora se hace llamar Almanzor. Sus enemigos están llamados a entenderse.
"Ese hombre
es mi amigo. Quiero que lo sepáis. Durante el tiempo que he sido su huésped, no
he sido coaccionado de ninguna manera a renegar de nada de lo mío. Jamás he
renegado de mi gente, de mi lealtad hacia mi merino y hacia el conde de
Castilla y, por supuesto, jamás he renegado de mi Dios e incluso os puedo decir
que no he dejado de practicar mis deberes religiosos porque en Al-Andalus hay
cristianos e iglesias cristianas, aunque cada vez tienen más dificultades desde
que gobierna Almanzor.
Todos los
presentes se miraron unos a otros. Todo el mundo estaba sorprendido y nadie
sabía que decir. Rodrigo continuó.
–Nuestro enemigo
es Almanzor y sólo Dios sabe si volveremos a combatir contra él. Él es culpable
de que yo perdiera a mi padre y murieran los mejores caballeros de San Miguel.
"Pero aún
tenemos otro enemigo más terrible y me atrevería a decir que incluso más
peligroso. He vuelto y me encuentro con que el señor de Villainocencio,
aprovechando nuestra ausencia, ataca San Miguel. Su perfidia no tiene límites.
No olvidéis que habrá guerra, lo queramos o no. Ahora él es vasallo de
Almanzor. Luchar contra él es luchar contra Almanzor.
"Estoy
convencido que todo esto que me ha pasado ha sido por la voluntad de Dios. El
señor de Villainocencio tiene un ejército más poderoso, pero yo he venido con
un secreto: la invencibilidad del ejército andalusí.
"No podemos
basarnos exclusivamente en el valor personal como factor esencial para ganar
las guerras. Debemos construir un ejército bien organizado en el que cada
hombre aporte lo que pueda y esté en el puesto que mejor pueda desempeñar, un
ejército en el que los arqueros sean un grupo decisivo, un ejército organizado
y convencido, con ideales puros.
"Estoy
plenamente convencido de que, con las ideas que traigo, todo lo que he visto y
me ha sido revelado, podremos formar en un plazo de tiempo un ejército capaz de
derrotar al señor de Villainocencio.
Empezaron los
murmullos de los caballeros. Murmullos que se transformaron en una viva charla.
Rodrigo pudo observar en los rostros que lo último que había dicho les había
producido una impresión favorable. Esos hombres necesitaban esperanza, pensó.
Rodrigo pidió
silencio.
–Después de
haberos contado todo esto, necesito saber si me consideráis un traidor o no.
– ¡Pues claro que
no eres un traidor! –gritó Gonzalo– ¡está claro!
– ¡Pensáis todos
así? –preguntó Rodrigo en voz alta.
– ¡Yo no! –sonó
una voz.
Era Diego,
adelantándose de entre los caballeros y colocándose en primera fila.
–Mi propio hermano
me considera un traidor –le dijo Rodrigo mirándole fijamente a los ojos.
–Sí –Diego se colocó
enfrente, a medio metro de distancia– y yo no considero mi hermano a un
traidor.
En la sala se
hizo un silencio total. La tensión aumentaba por momentos.
–Hubiera
preferido recordarte muerto que verte vivo convertido en un traidor –dijo Diego
en forma despectiva.
– ¡No soy un
traidor!
–Lo eres.
Progresivamente
se iba haciendo un corro alrededor de los dos hermanos. Gonzalo y Enrique se
acercaban a ellos.
–Diego, creo que
te estás equivocando –avisó Gonzalo.
–Diego, no seas
estúpido, analiza la situación con frialdad –añadió Enrique.
– ¡Callad! –gritó
Diego.
–Así que soy un
traidor –habló Rodrigo–. Mi merino me ha condenado. ¿Qué sentencia me va a
imponer?
–El destierro –al
pronunciar Diego estas palabras, la mayor parte de los caballeros pusieron cara
de pesar–. Partirás de San Miguel mañana al amanecer. No quiero volverte a ver jamás
en mi merindad.
–Lo que mande mi
señor –contestó Rodrigo conteniéndose la rabia.
– ¡Si él se va yo
me voy! –gritó enojado Enrique mirando a Diego con gesto de no aguantar más.
–Marchaos pues y
no volváis.
Rodrigo salía de
la sala cuando volvió a oír la voz de Diego.
– ¡Maldito
traidor! Has deshonrado la memoria de mi padre.
Al oír estas
palabras, Rodrigo ya no pudo contener la rabia que sentía, fue corriendo hacia
Diego y se arrojó a él, cayendo los dos al suelo. Se entabló una feroz lucha
entre ellos. Mientras Enrique y Gonzalo intentaban separarlos, muchos
caballeros animaban a la lucha, mientras Diego y Rodrigo seguían rodando por el
suelo.
Por fin, Rodrigo
quedó encima de Diego, agarrándolo a éste por el cuello.
– ¡Qué, Diego! ¿dónde
ha ido tu fuerza? ¿ya no eres tan poderoso?
Se hizo un
silencio.
Un puñal rodó por
el suelo quedando al alcance de Rodrigo. Lo miró. Pero no lo cogió.
– ¡Mátalo,
Rodrigo! ¡tú serás nuestro merino! –gritó una voz anónima.
Enrique y Gonzalo
gritaban que no lo hiciera.
Rodrigo miró a
los ojos a Diego.
– ¡Adelante! –exclamó
éste– ¡San Miguel está al alcance de tu mano! ¡estoy rodeado de traidores!
Lentamente
Rodrigo se puso de pie.
– ¡Ya he dicho
que no soy un traidor! –gritó a los caballeros– ¡jamás mataré a mi hermano por
una merindad!
Al terminar estas
palabras marchó de la sala.
Enrique y Gonzalo
se miraban aliviados. Diego se levantaba del suelo y los demás caballeros iban
saliendo de la sala.
Avanzar narración: Sueños imposibles (3/24)
Retroceder narración: Sueños imposibles (1/24)
Comentarios
Publicar un comentario