Sueños imposibles (2/24)


LA REVELACIÓN 

El salón del castillo estaba lleno de caballeros. Rodrigo había dado órdenes a los criados para que avisaran a todos de que algo les tenía que contar. Los rostros de los allí presentes reflejaban curiosidad e intriga. Sospechaban que era algo muy importante.
     
Rodrigo se subió a la tarima donde estaba el asiento en el que Diego daba audiencias y celebraba juicios. Pidió silencio.
     
Se hizo un silencio sepulcral. Rodrigo empezó a hablar.
     
–Caballeros de San Miguel, os he reunido aquí a todos para contaros algo. No estuve prisionero de los moros.
     
El estupor y la sorpresa se vieron reflejados en la cara de los asistentes. Siguió a esto las habladurías y los comentarios.
     
– ¡Ya lo sabíamos, Rodrigo! –una voz anónima surgió recriminando– ¡no hubo prisioneros en la batalla de Rueda! ¡esos mal nacidos remataron a todos!
     
Otras voces surgieron pidiendo silencio. Rodrigo continuó hablando.
     
–En la batalla de Rueda, dos caballeros cristianos iban a atacar por la espalda a un caballero andalusí. Yo lo impedí porque eso no es pelear limpio. Intenté luchar con ese caballero en buena lid, pero él rehuyó el combate. La batalla continuó y yo fui desmontado y arrollado por la caballería musulmana, como alguno de vosotros pudisteis ver. Este mismo caballero me recogió y me llevó a Al-Andalus, donde fui cuidado en su casa, en prueba de gratitud por haberle salvado la vida.                      
     
"Su nombre es Omar Ben Musa. No está de acuerdo con Ben Amir o Almanzor, como ahora se hace llamar, y aunque no lo reconoce, conspira contra él. Es un enemigo suyo. Todos nosotros –señaló a todos con el dedo– somos enemigos de Ben Amir, el que ahora se hace llamar Almanzor. Sus enemigos están llamados a entenderse.
     
"Ese hombre es mi amigo. Quiero que lo sepáis. Durante el tiempo que he sido su huésped, no he sido coaccionado de ninguna manera a renegar de nada de lo mío. Jamás he renegado de mi gente, de mi lealtad hacia mi merino y hacia el conde de Castilla y, por supuesto, jamás he renegado de mi Dios e incluso os puedo decir que no he dejado de practicar mis deberes religiosos porque en Al-Andalus hay cristianos e iglesias cristianas, aunque cada vez tienen más dificultades desde que gobierna Almanzor.
     
Todos los presentes se miraron unos a otros. Todo el mundo estaba sorprendido y nadie sabía que decir. Rodrigo  continuó.
     
–Nuestro enemigo es Almanzor y sólo Dios sabe si volveremos a combatir contra él. Él es culpable de que yo perdiera a mi padre y murieran los mejores caballeros de San Miguel.
     
"Pero aún tenemos otro enemigo más terrible y me atrevería a decir que incluso más peligroso. He vuelto y me encuentro con que el señor de Villainocencio, aprovechando nuestra ausencia, ataca San Miguel. Su perfidia no tiene límites. No olvidéis que habrá guerra, lo queramos o no. Ahora él es vasallo de Almanzor. Luchar contra él es luchar contra Almanzor.
     
"Estoy convencido que todo esto que me ha pasado ha sido por la voluntad de Dios. El señor de Villainocencio tiene un ejército más poderoso, pero yo he venido con un secreto: la invencibilidad del ejército andalusí.
     
"No podemos basarnos exclusivamente en el valor personal como factor esencial para ganar las guerras. Debemos construir un ejército bien organizado en el que cada hombre aporte lo que pueda y esté en el puesto que mejor pueda desempeñar, un ejército en el que los arqueros sean un grupo decisivo, un ejército organizado y convencido, con ideales puros.
     
"Estoy plenamente convencido de que, con las ideas que traigo, todo lo que he visto y me ha sido revelado, podremos formar en un plazo de tiempo un ejército capaz de derrotar al señor de Villainocencio.
     
Empezaron los murmullos de los caballeros. Murmullos que se transformaron en una viva charla. Rodrigo pudo observar en los rostros que lo último que había dicho les había producido una impresión favorable. Esos hombres necesitaban esperanza, pensó.
     
Rodrigo pidió silencio.
     
–Después de haberos contado todo esto, necesito saber si me consideráis un traidor o no.
     
– ¡Pues claro que no eres un traidor! –gritó Gonzalo– ¡está claro!
     
– ¡Pensáis todos así? –preguntó Rodrigo en voz alta.
     
– ¡Yo no! –sonó una voz.
     
Era Diego, adelantándose de entre los caballeros y colocándose en primera fila.
     
–Mi propio hermano me considera un traidor –le dijo Rodrigo mirándole fijamente a los ojos.
     
–Sí –Diego se colocó enfrente, a medio metro de distancia– y yo no considero mi hermano a un traidor.
     
En la sala se hizo un silencio total. La tensión aumentaba por momentos.
     
–Hubiera preferido recordarte muerto que verte vivo convertido en un traidor –dijo Diego en forma despectiva.
     
– ¡No soy un traidor!
     
–Lo eres.
     
Progresivamente se iba haciendo un corro alrededor de los dos hermanos. Gonzalo y Enrique se acercaban a ellos.
     
–Diego, creo que te estás equivocando –avisó Gonzalo.
     
–Diego, no seas estúpido, analiza la situación con frialdad –añadió Enrique.
     
– ¡Callad! –gritó Diego.
     
–Así que soy un traidor –habló Rodrigo–. Mi merino me ha condenado. ¿Qué sentencia me va a imponer?
     
–El destierro –al pronunciar Diego estas palabras, la mayor parte de los caballeros pusieron cara de pesar–. Partirás de San Miguel mañana al amanecer. No quiero volverte a ver jamás en mi merindad.
     
–Lo que mande mi señor –contestó Rodrigo conteniéndose la rabia.
     
– ¡Si él se va yo me voy! –gritó enojado Enrique mirando a Diego con gesto de no aguantar más.
     
–Marchaos pues y no volváis.
     
Rodrigo salía de la sala cuando volvió a oír la voz de Diego.
     
– ¡Maldito traidor! Has deshonrado la memoria de mi padre.
     
Al oír estas palabras, Rodrigo ya no pudo contener la rabia que sentía, fue corriendo hacia Diego y se arrojó a él, cayendo los dos al suelo. Se entabló una feroz lucha entre ellos. Mientras Enrique y Gonzalo intentaban separarlos, muchos caballeros animaban a la lucha, mientras Diego y Rodrigo seguían rodando por el suelo.
     
Por fin, Rodrigo quedó encima de Diego, agarrándolo a éste por el cuello.
     
– ¡Qué, Diego! ¿dónde ha ido tu fuerza? ¿ya no eres tan poderoso?
     
Se hizo un silencio.
     
Un puñal rodó por el suelo quedando al alcance de Rodrigo. Lo miró. Pero no lo cogió.
     
– ¡Mátalo, Rodrigo! ¡tú serás nuestro merino! –gritó una voz anónima.
     
Enrique y Gonzalo gritaban que no lo hiciera.
     
Rodrigo miró a los ojos a Diego.
     
– ¡Adelante! –exclamó éste– ¡San Miguel está al alcance de tu mano! ¡estoy rodeado de traidores!
     
Lentamente Rodrigo se puso de pie.
     
– ¡Ya he dicho que no soy un traidor! –gritó a los caballeros– ¡jamás mataré a mi hermano por una merindad!
     
Al terminar estas palabras marchó de la sala.
     
Enrique y Gonzalo se miraban aliviados. Diego se levantaba del suelo y los demás caballeros iban saliendo de la sala.


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