Amor y odio (34/39)


EL SECRETO

Era un día de luminoso sol. Enrique decidió contar un secreto a Leonor. Ella era el amor de su vida. Se amaban y pensó que debía compartir este secreto con ella, como todas las cosas bellas que había conocido.
   
La tomó de la mano.
   
–Sígueme, te voy a enseñar algo.
   
Llegaron al bosque. Empezaron a subir cuesta arriba, siguiendo un arroyo.
   
– ¿A donde me llevas? –Leonor estaba intrigada.
   
–Ya lo verás.
   
Andaban despacio. El camino era hacia arriba y lleno de maleza. Enrique tampoco podía andar muy deprisa.
   
Estaban llegando a lo alto de la loma. Enrique se detuvo.
   
–Detrás de esos árboles lo vas a ver –señaló hacia delante con la mano.
   
Leonor, fatigada, se sentó encima de una enorme piedra. Se levantó la falda hasta la rodilla. Tenía las piernas llenas de arañazos, debido a los arbustos y a las hojas de encina.
   
–Espero que haya merecido la pena -comentó tocándose las doloridas piernas.
   
– ¡Vive Dios que sí! -contestó Enrique con entusiasmo.
Leonor se levantó y cogió la mano a Enrique. Avanzando adelante y traspasando los árboles lo que vio Leonor fue increíble.
   
– ¡Dios de los cielos! -exclamó santiguándose con la boca abierta.
   
Los restos de un enorme templo romano se hallaban en medio del bosque. Tras una escalinata, sólo quedaban en pie las columnas, parte de una pared y parte del frontón. Leonor miró hacia arriba viendo los restos de bajorrelieve que aparecían en éste.
   
– ¡Esto es increíble! ¡nunca había visto nada igual! -Leonor no daba crédito a lo que estaba viendo.
   
Enrique tiró de la mano de Leonor. Ella se resistía.
   
– ¡No, Enrique! ¡no quiero! ¡esto es diabólico! ¡no es de este mundo!
   
Enrique se echó a reír.
   
– ¡No te rías! ¡no le veo la gracia! –Leonor parecía nerviosa.
   
Enrique se dirigió hacia la escalinata y se sentó. De fondo se oía el trinar de los pájaros en el bosque.
   
– Ven, siéntate a mi lado -dijo haciendo un gesto para que Leonor fuese con él. Ella, recelosa, mirando con miedo las enormes columnas, se sentó.
   
– ¿Sabes quién me enseñó esto, amor mío?
   
– ¿Quién?
   
–El padre Benito.
   
– ¿El padre Benito? ¡no es posible!
   
–Lo es.
   
– ¿Qué es esto? –Leonor tenía una enorme curiosidad.
   
–Antes de nosotros, hubo una gran nación en el mundo. Era Roma.
   
– ¡Roma! ¡sí! ¡he oído hablar de Roma! –exclamó Leonor–. Era un lugar donde sólo había vicio y corrupción.
     
–Bueno, tampoco es así. Al principio los romanos eran paganos y adoraban a falsos dioses en templos como éste.
     
– ¿Y qué pasó?
     
–Que los romanos eran un pueblo muy sabio y comprendieron que sólo hay un dios verdadero: el nuestro.
     
– ¿Y después? –Leonor estaba expectante.
     
–Olvidaron a sus falsos ídolos y muchos templos cayeron en el olvido como éste.
     
– ¿Y qué pasó con Roma?
     
–Roma desapareció, pero sigue viviendo en nosotros.
     
– ¿En nosotros?
     
–Sí.
     
Enrique besó en la frente a Leonor.
     
–Es muy largo de contar, amor mío. Pero creételo.


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