Amor y odio (26/39)


VIDAS ROTAS

Volvió al día siguiente a buscar a Leonor. Un extraño sentimiento se apoderaba de él. Era algo así como una mezcla de melancolía, impotencia y desesperanza. El mismo recibimiento, el mismo camino en silencio, el mismo lugar en el río. Enrique intentaba cambiar la conversación, decir a Leonor cuanto la quería, lo importante que era su amor para él, que ellos dos eran dos almas en pena que necesitaban unirse. Pero todo esto parecía ser completamente indiferente para Leonor. La volvió a llevar a su casa y se despidieron, como venía siendo de forma habitual, de forma fría.
 
Después de dejar a Leonor, Enrique empezó a meditar sobre su relación con ella. Si estuviera Rodrigo, le confiaría sus secretos. Le echaba tanto de menos. En cambio, si se lo decía a Diego, le diría que no perdiera el tiempo o alguna cosa así. Sólo tenía a Blanca de confidente, los dos actuaban de paños de lágrimas, uno para otro. Otra de las personas con las que tenía más confianza era el padre Benito, el abad del monasterio, pero pensó que estos temas eran demasiado mundanos para tratarles con él.
   
Pensó en Blanca. Pero no se atrevió a contarle nada. Sin embargo, al encontrársela, ella le preguntó.
   
– ¿Qué tal con Leonor?
   
–Mal.
   
–Si la amas, debes seguir luchando por ella hasta el final.
   
Blanca parecía un espectro, un fantasma. Él también. Igual Leonor. Diego ya no era el mismo. Era una situación en la que no era difícil enfermar de locura.
 
Al día siguiente, Enrique pensó sobre la conveniencia de ir a buscar a Leonor. Y aunque sus razonamientos le impedían hacerlo, su corazón se lo pedía y al final le hizo caso a éste.
 
Volvieron al mismo lugar del río. Enrique continuó con eterno monólogo. Leonor ni siquiera le miraba. Había que acabar con esta situación.  
 
–Esto es una locura. Me estoy engañando –Enrique cortó su monólogo–. Jamás me querrás, ni siquiera llegarás a sentir algo, aunque sea poco, por mí.
 
Miró a Leonor. Ni siquiera parecía haberse dado cuenta de sus palabras.
 
Fue a ella. Se colocó enfrente. La miró. La cogió muy suavemente de los hombros.
 
–Escúchame, Leonor, y te ruego que me dejes tocarte, porque será la última vez que lo haga.
 
Ella se le quedó mirando a los ojos. Por la firmeza de las palabras de Enrique sabía que no mentía. Él miró a sus ojos a través del velo que la cubría el rostro.
 
–No sabes lo que me cuesta decirte lo que te voy a decir. Esto es una despedida. No volveremos a vernos. Tú seguirás tu camino. Yo seguiré el mío. Hubiera deseado con todas mis fuerzas que nuestros caminos se unieran para siempre, pero nuestro maldito destino no lo ha querido. Leonor, deseo, que estés donde estés, seas feliz. Te deseo lo mejor.
 
La cogió la cara con suavidad y la dio un beso en la mejilla, sin levantarla el velo.
 
Leonor volvió suavemente el rostro y miró a los ojos a Enrique.
 
– ¿Ya no vas a venir a buscarme y hacerme compañía?
 
Enrique hizo un gesto de negación con la cabeza.
 
–No, Leonor, hoy nuestras vidas se separan para siempre. Para no encontrarse ya jamás. Mi presencia sólo te produce dolor y es lo que menos quiero para ti.
 
Leonor estalló a llorar, tapándose la cara con las manos. Enrique la tomó en sus brazos.
 
–No me dejes sola –decía entre sollozos–. No me dejes sola con mis pensamientos.
 
–Si tu me lo pides, amor mío, nunca te dejaré sola. Una vez lo hice y te fallé. Nunca más volverá a ocurrir.
 
Enrique pensó que un rayo de esperanza se acababa de abrir en sus tristes vidas.


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