Amor y odio (25/39)


LA GRAN REVELACIÓN

Al día siguiente, Enrique volvió a casa de Leonor. Le recibió con la misma indiferencia y frialdad que el día anterior. Sin un plan mejor, volvieron al mismo lugar del río.
   
Enrique retomó el monólogo del día anterior, hablándole de lo mucho que la quería. Cuando se cansó de este tema, habló de la batalla de Rueda. Notó el desagrado en la cara de Leonor, pero éste continuó hablando.
   
–La guerra no es bonita. He visto morir gente maravillosa, muerte y destrucción. Pero también he visto valor, amistad, camaradería. Tenías que haber visto a mi hermano Diego batallando, con que valor avanzaba hacia el enemigo –dijo Enrique, sonriente y animado–. Tiene un valor casi temerario, es el caballero más valiente y gallardo que existe. Comprendo que todas las muchachas de San Miguel estuvieran enamoradas de él.
   
Leonor le miró con cara de enfado. Enrique continuó hablando.
   
–Comprendo que alguna vez hayas estado enamorada de él.
   
La cara de enfado de Leonor se transformó en rabia y Enrique lo notó cuando así se le quedó mirando fijamente.
   
– ¿Se puede saber por qué dices que he estado enamorada de Diego? –los ojos de Leonor transmitían su enojo.
   
Enrique se quedó un poco perplejo por la reacción de Leonor.
   
–Eso siempre se comentó. A todas las muchachas les gustaba Diego –respondió tímidamente.
   
Leonor hizo un gesto de estar harta.
   
– ¡Ah! ¡sí! ¡es cierto! ¡me tenía qué gustar el bruto de Diego! ¡qué iba a decir! El mismo que trataba a todos como a sus ovejas y a sus cabras.
 
– ¿No te gustaba? –preguntó Enrique con sorpresa.
 
– ¿Qué sabes tú quien me gusta? –gritó Leonor con enojo–. Definitivamente, Enrique, eres un auténtico imbécil.
 
Se quedó sin habla. Ella se tapó la cara con una mano. Enrique entendió que había dicho algo que la había hecho daño.
 
– ¿Te he ofendido por algo? –Enrique intentó acariciar su hombro.
 
– ¡No me toques! –Leonor apartó su mano de un manotazo.
 
Enrique no sabía que hacer, estaba perplejo por la reacción de Leonor.
 
– ¿Qué estoy haciendo, Leonor, para ofenderte tanto? –la voz de Enrique era triste y sus ojos miraban al suelo–. No sé que hacer para ganar tu corazón, que parece ser algo imposible de alcanzar por mí. Sólo quiero tu amistad, pero hasta eso me niegas.
   
–Enrique, hijo de Sancho –Leonor le miró a los ojos–, te odio.
   
Se quedó de piedra. No supo que decir. Tras unos instantes de silencio, Leonor siguió hablando.
   
–Enrique, el hermano de Diego, los dos hijos del merino. Siempre sentí curiosidad por conocer a Enrique, ese muchacho, amigo de mi hermano Fernán, que descanse en la paz del Señor –se santiguó–. Pese a que creas que bebía los vientos por Diego, jamás hubiera sentido algo por él, toda su vida era el batallar, trataba a la gente como a su ganado. En cambio tú, tú eras distinto, eras de otra manera.
   
“Cuando mi hermano Fernán decía que no quería morir con el arado en la mano, sino guerreando, pensaba que estaba loco.
   
“Diego le daba razón y los dos se volvían como posesos. Que iban a llegar a Córdoba e iban a acabar con todos los moros. Y que la muchacha que cayese entre sus brazos se podía dar por la más afortunada. Tú nunca dijiste esas bobadas.
   
–También las pensaba –contestó Enrique–. Voy a ser sincero.
   
–Perdí a mi hermano y a mi padre –los ojos se le llenaron de lágrimas.
   
Enrique la miró con cara de pena.
   
–Yo también perdí a mi padre y a mi hermano y quedé con una pierna mal. Pero había que acudir en ayuda del conde de Castilla; somos sus vasallos, había que detener a Ben Amir. Ha asolado la cristiandad. No nos quedó más remedio.
   
–Acudisteis en ayuda del Conde de Castilla y de la cristiandad. Y por eso dejasteis la defensa de San Miguel en manos de cuatro niños y cuatro viejos, que encima pagaron con su vida vuestro abandono.
   
–No seas injusta. Si fui a la guerra, lo hice lo hice porque, además de ser mi deber, por  ti. Para parecer más grato para ti. Volver victorioso y que tú me mirases de otra manera.
   
Leonor se volvió de espaldas.
   
– ¡Más grato para mí! –ella, con los ojos llorosos, estaba encendida de rabia– ¡has demostrado ser un perfecto estúpido!. Entiendo que como vasallos había que prestar ayuda al conde de Castilla. También entiendo que había que intentar detener las correrías de Ben amir. Pero lo que no puedo, ..., lo que no puedo entender, es que llevados por el frenesí del batallar, abandonarais San Miguel, dejando sólo a unos cuantos caballeros, tullidos, viejos y niños, que nada pudieron hacer contra el señor de Villainocencio. Vuestro deber era luchar con el conde de Castilla. Pero vuestro deber también era defender vuestras familias y vuestras propiedades. La noticia de vuestro estúpido frenesí guerrero pronto llegó a Villainocencio y esa alimaña aprovechó la oportunidad. Nada de lo que ocurrió habría ocurrido. Nada habría ocurrido a San Miguel. Ni a mí, ni a nadie. Nos abandonasteis. Jamás os lo vamos a perdonar.
   
Enrique se sentía abatido. Miró al suelo.
   
–Tienes razón, Leonor. También yo fui un estúpido. Yo tampoco entiendo lo que hicimos. No tenemos excusa por haberos abandonado.
   
Leonor lloraba amargamente. Enrique fue a su lado y con delicadeza la cogió del hombro.
   
–Lo siento de todo corazón.
   
– ¡Qué te he dicho que no me toques! –gritó Leonor apartando la mano de Enrique bruscamente–. ¡Llévame a mi casa!
   
Enrique acompañó a Leonor a su casa. Entre los dos hubo un silencio sepulcral. El camino parecía que no se iba a acabar nunca.
   
– ¿Vengo mañana? –preguntó Enrique con desesperanza.
   
–Haz lo que quieras –dijo Leonor introduciéndose en su casa.
   
Enrique regresó al castillo cabizbajo y triste. Fue a su cuarto y, lleno de rabia, empezó a tirar cosas a las paredes. Tropezó y cayó al suelo. Intentó levantarse y volvió a caer. Su impotencia le hizo llorar.
   
Tuvo al alcance de su mano la mujer que siempre amó, pero no supo entender su corazón. Ahora puede que la hubiera perdido para siempre.


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