Amor y odio (22/39)


EL PLAN

Enrique se levantó temprano y fue a la cocina, pero apenas había comida para los que vivían en el castillo. Desechó la idea de coger algo.
   
Se fue al bosque. Observó varios senderos por donde pasaban conejos. Se pasó un largo rato inspeccionando todos los rastros. Enrique conocía todas estas cosas porque su padre le enseñó a cazar conejos cuando era un niño. Con unos trozos de cuerda hizo unas trampas con unos lazos con el fin de atrapar a los conejos al pasar por sus veredas. Puso varias trampas. Al cabo de un tiempo las revisó. Habían caído dos conejos. Era buena caza, dada la escasez existente. Les remató con pena desnucándoles. Siempre le daba pena matar a los animales, ya que pensaba que también eran criaturas de Dios. Pero la lucha por la vida era muy dura. Él lo sabía muy bien. Era tiempos muy duros, no había lugar para sensiblerías.
 
Los desolló y los dejó desangrar, luego quitó las vísceras y los metió en un pequeño saco de tela. También en una pequeña bolsa de tela que llevaba metió tomillo y otras hierbas aromáticas que cogió del campo.
   
Se dirigió a la casa de Leonor. Cuando llegó, estuvo esperando en una esquina desde donde se veía la puerta. Se decidió a dar el paso. La puerta estaba cerrada. Pasó un largo rato hasta que vio venir a doña Sancha y Leonor, posiblemente venían de misa, del monasterio. Esperó desde lejos a que entrasen en su casa.
   
Vaciló. Era una locura. ¿Pero qué más tenía qué perder cuando lo había perdido todo?
 
 Llamó a la puerta. Doña Sancha preguntó que quien llamaba, al mismo tiempo que abría la pequeña puertecita de la mirilla de la puerta.
   
– ¡Enrique! ¡no te abro ni loca! –exclamó con asombro.
   
–Abrid, doña Sancha. No soy un bandido.
   
– ¡Lo qué eres es un desvergonzado!
   
–Abrid, doña Sancha. Os lo suplico.
   
–Leonor no quiere saber nada de ti. Deja de molestar a una mujer que ha decidido consagrar su vida a Dios.
   
–Traigo comida para las dos –dijo Enrique en voz baja a través de la mirilla.
   
–No queremos tu comida, sinvergüenza.
   
– ¿Estáis segura de lo qué decís? –a través de la puertecita de la mirilla, Enrique les mostró el contenido de la bolsa de tela, que tenía los dos conejos desollados.
   
– ¿Y si te abro la puerta, qué pides a cambio?
   
–Hablar un rato con vuestra hija. A solas, por supuesto.
   
–Ya has hablado con ella a solas.
   
–No pudimos hablar con serenidad.
   
–Mientes. Deja de molestarnos. Ya hemos sufrido bastante. Deja de martirizarla.
   
–Enrique, hijo de Sancho, no ha mentido en toda su vida. Y en cuanto a martirizarla, dejad de hacerlo vos.
   
– ¡Definitivamente eres un bandido y un sinvergüenza!
   
–Como deseéis. Pero hoy comeríais gracias a este bandido y sinvergüenza. Si elegís morir de hambre es vuestro problema. La sopa del monasterio calma las tripas por un tiempo, pero no calma el hambre.
   
Doña Sancha abrió la puerta. Dirigió la vista a la bolsa que llevaba Enrique.
   
–Pasa –al final accedió.
   
Cuando pasó Enrique cerró la puerta.
   
–Vaya con Enrique. El que iba a ser religioso. Lo que hace por una muchacha.
   
–Habláis de vuestra hija como si fuera una extraña. Vos sabréis.
   
–Cállate. No sabes ni de lo que hablo. Dame los conejos, que los voy a asar.
   
–Si no os importa les asaré yo, para vos y vuestra hija. Hoy seré vuestro criado.
   
–Estás loco. Si tu padre levantara la cabeza…
   
–Gracias a lo que me enseñó mi padre, pude cazar estos conejos.
   
Doña Sancha le acompañó al patio.
   
–Necesito leña y paja –dijo Enrique.
   
–De eso nos sobra. Lo que nos falta es comida.
   
Enrique hizo una pira de leña con abundante paja por debajo. Con una piedrecita de pedernal, que llevaba en una bolsita atada al cinturón, empezó a golpear a otra piedra hasta que brotaron chispas que encendieron la paja y ésta encendió la leña. Empezó a dorar los conejos, sazonándoles con el tomillo y las hierbas del campo.
   
Doña Sancha no apartaba la vista de él.
   
– ¡Y no me queríais dejar entrar!
   
En el patio apareció Leonor. Su madre fue hacia ella y estuvieron un rato hablando solas en voz baja.
   
Enrique terminó de asar los dos conejos. Doña Sancha y Leonor se quedaron con la boca abierta en cuanto vieron los vieron. Había que admitirlo. El hambre era horrible y esto cambiaba las cosas.
   
–Comed, señoras, yo hoy no he comido –dijo Enrique.
   
– ¿No tenéis comida en el castillo? –preguntó doña Sancha.
   
–Escasea, pero hay.
   
–Está bien –dijo doña Sancha con tranquilidad–. Pero si ella lo acepta.
   
Doña Sancha miró a Leonor. Enrique pudo ver, aunque el traslúcido velo la ocultaba rasgos de la cara, que asentía bajando la barbilla.
   
Enrique salió al patio y se sentó en el suelo al sol, mientras las dos mujeres comían. Era un sol frío, lleno de luz, pero gélido como un témpano.
 
Transcurridos unos tres cuartos de hora, Leonor salió al patio. Se sentó en el suelo, junto a él. Llevaba el velo puesto.
 
Enrique jugaba con una piedra que tenía en la mano. La tiró contra otra que estaba en el suelo. Las dos piedras se movieron.
   
– ¿Sabes, Leonor? –dijo con la vista fija en la piedra–, cuando era niño, soñaba que de mayor sería un valiente caballero y que muchas damas se fijarían en mí. Soñaba en luchar junto al conde de Castilla. Y que, gracias a mi valor, el Rey me diera un condado.  Luego fui creciendo y de esas bellas damas sólo una me interesaba. Tenía un nombre, tu nombre, Leonor. Pero hay caballeros crueles y damas perversas. Ya no creemos en esos cuentos. Hemos sufrido mucho los dos. Lo único que sé en esta vida es que te amo.
   
Leonor también tenía la vista fija en las piedras.
   
Enrique hizo una pausa. Luego siguió hablando.
   
–El mundo ya no es tan bello como nos parecía de niños. Hemos vivido demasiado horror. Pero yo no pierdo la esperanza de que algún día esto pueda cambiar. Quizá mañana el mundo sea un poco mejor y más grato a los ojos de Dios.
   
“En Rueda he visto morir gente maravillosa, gente que hacía mucha falta en este mundo, mientras monstruos como el maldito de Villainocencio o Ben Amir se han cebado como cerdos a costa de una sangre bendita.
 
 “Sé que no me amas. Que nunca me amaste. Que jamás has sentido por mí algo más que cierta simpatía y ni de eso estoy seguro. Creo que nunca me amarás. Pero a pesar de todo yo sería feliz si te casases conmigo.
   
"Ni tú ni yo somos felices. Quizá podamos serlo si juntamos nuestras vidas en un camino común. El amor que siento por ti es lo más grande que he vivido, por eso me aferro a él como si fuera mi única salvación. He perdido a personas que amaba y yo me he quedado tullido. Tú has debido sufrido a manos del hijo de perra de Villainocencio. Déjame intentar cambiar tu mañana. Que el día de mañana sea un poco mejor que el de ayer y que hoy tengamos la esperanza de que mañana sea un poco mejor.
   
"Leonor, no te pido que me ames. Quiero que nazca el amor de ti como nacen las flores en el campo. Su belleza es natural, nadie las fuerza a que broten y ellas lo hacen.
   
"Sólo te pido hacerte compañía, consolarte, darte ánimos, alegrarte, intentar que tu mañana sea mejor. Y como la semilla que cae en buena tierra brota, así espero que brote de ti el amor hacia mí.
   
“No tengo nada, Leonor, nada te puedo ofrecer. Sólo soy un pobre tullido. Sólo te puedo ofrecer mi amor y mi vida. Y ya sé que no te interesa. Pero al menos quería intentarlo, por sentirme bien conmigo mismo. Porque todos estos años fui un cobarde incapaz de confesarte mi amor.
   
Miro a sus ojos a través del velo. Ella le miraba con un gesto inexpresivo.
   
–Sé que ha sido una bobada. Me marcho –Enrique, con esfuerzo, se apoyó en su cayado y se puso de pie.
   
–¿Qué quieres de mí? –Leonor por fin habló.
   
–Hacerte compañía. Sólo puedo esperar eso.
   
– ¿Y eso qué significa?
   
–Disfrutar de estar a tu lado, como lo estoy ahora.
   
Leonor se quedó un rato en silencio. Luego miró hacia Enrique.
   
–Mañana ven a buscarme. Daremos un paseo. Adiós Enrique –dijo levantándose y marchándose.
   
–Adiós ...
   
Lo había conseguido. No se lo podía creer. La alegría le brotaba a chorros del corazón.
   
Oía discusiones entre la madre y la hija. Las saludó y se marchó.
   
Cuando oyó cerrar la puerta, doña Sancha habló seriamente a Leonor.
   
– ¿Qué has hecho? ¿estás loca? Te ha convencido ese desvergonzado.
   
–Ni estoy loca, ni me ha convencido, madre. Sé muy bien lo que hago. Sólo deseo que Enrique me haga compañía. Nada más. No creo que eso sea tan malo.

– ¿Que no? ¿te parece bonito que ande a solas con un chico una muchacha que va a ingresar en un convento?

   
– ¿Y a ti te parece bonito que una muchacha ingrese en un convento, no por vocación, sino por obligación? Quién toma los hábitos sin sentir la llamada de Dios le está engañando.
   
– ¡Y tú para no hacerlo te echas en brazos de Enrique!
   
–No me echo en brazos de Enrique, ni de nadie, pero tengo derecho a pensar que voy a hacer con mi vida.
   
– ¿Qué vas a hacer con tu vida? ¡Qué crees qué puedes hacer con tu vida? ¡Tienes suerte de que miro por ti! –exclamó doña Sancha a gritos.
   
–Soy la única hija que te vive y me quieres enviar a un convento por que la gente deje de hablar –Leonor miró a los ojos a su madre-. No veo amor de madre, sólo veo a doña Sancha, esposa de don Ordoño.
   
– ¡Cállate, estás deshonrando a tu padre y a tu hermano!
   
–No lo creo, madre. Yo creo que, estén donde estén, aprueban lo que hago. Lo siento así.


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