HAMBRE
El hambre se había adueñado de San Miguel. El robo de alimentos
y la destrucción de las cosechas por parte del señor de Villainocencio habían
conseguido su objetivo: agotar San Miguel. Diego, el merino de San Miguel, poco
podía hacer. Había declarado la guerra al mandatario de Villainocencio, pero
sabía que tenía un ejército mucho menor y además diezmado por la guerra con los
andalusíes. Era muy posible que el Rey, las villas y el conde de Castilla le
quisieran prestar su ayuda, pero ahora Castilla y León eran un caos por los
ataques de Almanzor. El panorama era desolador.
La caza escaseaba
en los montes de San Miguel debido a la intensa presión de sus habitantes. No
andaban sobrados de alimentos ni en su castillo. Donde antes hubo alegría y
cierta abundancia, ahora sólo había figuras famélicas y rostros demacrados. Los
altercados y los robos eran frecuentes y había que aplicar el peso de la ley
para evitar que se siguieran produciendo situaciones similares.
Era el día del
consejo de justicia. Esperando el momento Diego bebía vino de una jarra en el
salón del castillo, cuando entró Enrique, andando apoyado en su cayado.
–¿Por qué quieres
qué asistamos Blanca y yo al consejo de justicia? –exclamó algo enfadado.
–Porque quiero
que sea un acto público al que asista todo el mundo. Y los primeros los más
próximos a mí. Afortunadamente el hijo de perra de Villainocencio no destruyó
las tinajas de vino que había en el castillo. Bebe, hermano, te lo aconsejo, te
hará bien.
–No tengo ganas
de emborracharme.
–Tampoco te lo
estoy pidiendo, ni lo quiero. Sólo que bebas un poco. Porque lo que vas a ver
no va a ser agradable.
El cielo estaba
nublado y el aire corría frío. En el patio del castillo, presidiendo se hallaba
Diego rodeado de Gonzalo y de sus caballeros de confianza. También se encontraban
Enrique y Blanca.
De fondo se oía
un enorme griterío.
–¡Silencio! –un
hombre grito–. El merino de San Miguel va a impartir justicia.
Dos caballeros
empujaron de malas maneras a la vista de todos a un hombre y a una mujer, que
no hacían más que manotearse e insultarse.
– ¡Silencio! –gritó
uno de los caballeros.
El hombre y la
mujer se callaron.
–Hablad –preguntó
Diego.
El hombre y la
mujer empezaron a hablar al mismo tiempo y no se entendía nada.
– ¡Silencio de una
maldita vez! –gritó con enojo el mismo caballero que antes lo había pedido.
–Que hable antes
la mujer –ordenó Diego.
–Señor –la mujer
bajó la cabeza–. Mi marido era uno de los caballeros de San Miguel que murió
luchando contra los infieles, sirviendo fielmente a Dios, a vuestro padre y al
conde de Castilla. Tengo cinco hijos a los que tengo que alimentar. Cuando ese
bellaco de Villainocencio nos atacó, no pudo dar con un pequeño lugar donde
tengo unas gallinas. Gracias a éstas ahora nos estamos manteniendo. Entonces
este canalla –señaló al hombre– saltó a mi casa y me robó una gallina y antes
de que volviera a saltar lo agarré del pescuezo. Empezó a pedir auxilio. Se
arremolinó un montón de gente y entonces fue cuando llegó todo el mundo. Pero el
maldito salió corriendo y se llevó a la gallina.
Diego levantó la
mano en señal de silencio.
– ¿Quién puede
dar fe de esto? –preguntó Diego.
–Nosotros, señor
–contestaron dos hombres.
– ¿Donde se
encontraban?
–Junto a su casa,
sacaba las ovejas al campo –respondió uno de ellos–. Lo vi todo y es como ella
lo cuenta.
Salió de su casa con una gallina.
– ¡Había
conseguido saltar la tapia antes de que le agarrase! –gritó la mujer–. Y salió
corriendo como una maldita rata.
–Que hable ahora
el hombre –señaló Diego.
–Yo iba
tranquilamente por la calle, con una de mis gallinas, cuando esta loca salió de
su casa, me empezó a agarrar y a pegar, gritando a todo el mundo que yo le
había robado una gallina.
– ¿Y cómo llevabas
una gallina por ahí tranquilamente con el hambre que hay? –preguntó Diego.
–Me la encontré
junto a la casa de la loca esta.
– ¿Qué decís
vosotros? –Diego preguntó a los dos testigos.
– Qué es una
mentira muy burda y poco creíble.
– ¿Qué piensas?
–preguntó Diego a Gonzalo al oído.
– Lo mismo que
dicen. Qué es una mentira muy burda y poco creíble –le contestó en voz baja.
–Como señor de
San Miguel dictamino lo siguiente –la voz de Diego sonó solemne–: tú debes una
gallina a la mujer y por esta vez no se te castigará, debido al hambre que
existe, pero la próxima vez que intentes robar recibirás cincuenta latigazos. Tus
embustes no ha sido creídos. Es absurdo que en los tiempos de hambre que
corremos alguien vaya con una gallina por la calle sabiendo los peligros a los
que se expone.
El hombre agachó
la cabeza en señal de sumisión a Diego.
– ¡Qué pase el
siguiente! –gritó uno de los hombres.
Entonces se oyó
un griterío enorme. Varios caballeros llevaban protegiendo a un hombre herido, con
el rostro desfigurado, mientras una multitud furiosa intentaba agredirle.
Enrique se dio
cuenta porque Diego le había dicho lo del vino.
–Creo que esto no
va a ser agradable –dijo a Blanca al oído–. Cierra los ojos si no lo quieres
ver.
–Si tú no los
cierras, yo no lo haré –le contestó.
El hombre llegó
ante la presencia de Diego y se arrodilló.
– ¡Piedad, señor!
–imploró.
– ¿Qué es lo que
ha pasado con este hombre? –preguntó Diego.
– ¡Qué le maten!
¡Qué nos le den a nosotros, que haremos justicia! –gritaba la multitud.
– ¡Silencio a
todos! –gritó con fuerza uno de los caballeros allí presentes.
Uno de los
hombres del tumulto, de los que parecían más calmados, se acercó a Diego.
–Señor, este
hombre fue sorprendido cuando se estaba comiendo a un niño. Salía un olor a
apetecible carne asada. Pensamos en un cochinillo. No pudimos más e irrumpimos
en su casa. Sólo queríamos un trozo, un pequeño trozo de lo que suponíamos un
lechoncillo. Cuando le sorprendimos con un brazo humano. ¡Con cinco dedos,
señor! –el hombre extendió la mano–. Era un bracito de un niño pequeño.
– ¿Estáis seguros
qué era un brazo humano? –preguntó Diego.
–Señor, con todo
respeto, ¿desde cuándo las vacas, los perros, las ovejas, los cerdos, los
conejos o los caballos tienen cinco dedos? –movió los dedos de la mano.
Muchos de los
presentes pusieron cara de sorpresa. Diego quedó sorprendido. De eso se había
hablado días atrás, pero jamás sospechó, ni por asomo, que este asunto iba
acabar así. El hombre, de rodillas, temblaba y lloraba.
– ¿Es verdad eso?
¿Alguien lo puede constatar? –preguntó Diego en alto.
Uno de los
caballeros se puso delante de Diego.
–Es cierto,
señor. Nosotros lo hemos podido comprobar. Hemos visto en su casa los restos
humanos de un niño. O lo mismo eran dos. Desaparecieron muchos niños cuando el
diablo de Villainocencio atacó San Miguel.
– ¡Tenía hambre,
señor! –gritaba el atemorizado hombre–. ¡El hambre es espantosa! ¡Te hace ver
locuras! ¡Te guía el diablo! Pero os juro, que estaba muerto el niño que me
comí.
Diego deliberó. Luego se puso en pie y emitió
sentencia.
–Como merino de
San Miguel dictamino lo siguiente: este es un crimen horrible, a los ojos de
Dios y de los hombres, y por ello merece un castigo ejemplar, primero por
justicia y luego como escarmiento público. Serás colgado inmediatamente y no se
te descenderá de la horca hasta que tu cuerpo no sea nada más que polvo, como
público escarmiento para todo aquel que ose practicar el horrible pecado del
canibalismo.
– ¡No! ¡No quiero
morir! ¡Piedad, señor! –gritaba el hombre al mismo tiempo que los guardias se
lo llevaban y a éstos les seguía toda la multitud, velando para que se hiciera
justicia.
Le llevarían a colgar en un grueso árbol en
las afueras de San Miguel, el llamado “árbol de la justicia”. A la comitiva
seguía una multitud de personas, entre ellos varios niños con evidentes gestos
de alegría. El entusiasmo por el ahorcamiento dejó casi vacío el patio del
castillo de San Miguel.
–Dios, que horror
–comentó Blanca a Enrique, que se puso las manos en la cara y se tapó la cara.
– ¿Y si de verdad
el niño o los niños estaban muertos? –le preguntó Enrique.
–No deja de ser un
caníbal.
–Pero no un
asesino.
–No te estás dando
cuenta de una cosa, mi querido hermano Enrique, que no pueden darse casos de
canibalismo en San Miguel. Tiene que cundir el ejemplo de un castigo
ejemplarizante. En los tiempos que corren es necesario ser inflexible.
– ¿Aunque sea
injusto? –Enrique replicó y Blanca apretó su brazo en señal de que dejara de hablar
del tema–. No es una bonita lección para un niño ver un cadáver en la horca.
–No tengo pruebas
concluyentes, pero creo que ese hombre mató a un niño de poca edad, que vagaría
asustado después del ataque del hijo de Satanás de Villainocencio. Es posible
que me equivoque, pero este castigo evitará salvajadas de este tipo.
–Si estás tan seguro… –la voz de Enrique
reflejaba ironía.
–De lo único que
estoy seguro es que tengo un hermano estúpido, además de cojo. Lo segundo fue
una desgracia que a todos nos puede pasar, pero de lo primero, me temo que
naciste así de tonto.
–Yo seré tonto,
pero hoy puedes haber mandado a la muerte a alguien sin merecerlo. Vive con
ello.
–Maldito estúpido
–dijo Diego en voz baja.
Los miembros del consejo de justicia se retiraban, pero
Enrique y Diego seguían discutiendo, cuando Enrique oyó unas murmuraciones a
sus espaldas que le hicieron callar.
– ¡Pobrecillas!
¡Qué mala suerte han tenido! Ordoño, un caballero recio y bravo donde les haya,
morir en Rueda. Y encima también su hijo Fernán, un muchacho que prometía.
– ¿Por qué callas
de repente? –preguntó Diego malhumorado.
– Porque puede
que tengas razón y no yo –fue la respuesta de Enrique para acabar la discusión
que no llegaba a nada y le impedía oír lo que hablaban de Leonor.
– Yo siempre
tengo razón, ¿cuándo te darás cuenta? –Diego finalizó la controversia, dándose
media vuelta y retirándose.
Enrique aguzó el
oído, intentando saber que se hablaba de doña Sancha y Leonor.
– ¡Vaya futuro
que tienen! La madre, viuda y sin un hijo, y la hija, que lo más seguro es que
haya sido ultrajada, a un convento.
– ¡Pues creo que
pasan más hambre las dos! No deben de tener nada para comer. Yo no sé de que
vivirán, sin un hombre que las pueda mantener o cazar algo para ellas. Yo les
daría algo, pero es que apenas tenemos algo para nosotros.
– ¡Es cierto!
Esta vida es un asco. Bastante hacemos con tirar adelante.
Enrique empezó a
pensar un plan.
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