Amor y odio (21/39)


HAMBRE

El hambre se había adueñado de San Miguel. El robo de alimentos y la destrucción de las cosechas por parte del señor de Villainocencio habían conseguido su objetivo: agotar San Miguel. Diego, el merino de San Miguel, poco podía hacer. Había declarado la guerra al mandatario de Villainocencio, pero sabía que tenía un ejército mucho menor y además diezmado por la guerra con los andalusíes. Era muy posible que el Rey, las villas y el conde de Castilla le quisieran prestar su ayuda, pero ahora Castilla y León eran un caos por los ataques de Almanzor. El panorama era desolador.
     
La caza escaseaba en los montes de San Miguel debido a la intensa presión de sus habitantes. No andaban sobrados de alimentos ni en su castillo. Donde antes hubo alegría y cierta abundancia, ahora sólo había figuras famélicas y rostros demacrados. Los altercados y los robos eran frecuentes y había que aplicar el peso de la ley para evitar que se siguieran produciendo situaciones similares.
     
Era el día del consejo de justicia. Esperando el momento Diego bebía vino de una jarra en el salón del castillo, cuando entró Enrique, andando apoyado en su cayado.
     
–¿Por qué quieres qué asistamos Blanca y yo al consejo de justicia? –exclamó algo enfadado.
     
–Porque quiero que sea un acto público al que asista todo el mundo. Y los primeros los más próximos a mí. Afortunadamente el hijo de perra de Villainocencio no destruyó las tinajas de vino que había en el castillo. Bebe, hermano, te lo aconsejo, te hará bien.
     
–No tengo ganas de emborracharme.
     
–Tampoco te lo estoy pidiendo, ni lo quiero. Sólo que bebas un poco. Porque lo que vas a ver no va a ser agradable.


El cielo estaba nublado y el aire corría frío. En el patio del castillo, presidiendo se hallaba Diego rodeado de Gonzalo y de sus caballeros de confianza. También se encontraban Enrique y Blanca.
     
De fondo se oía un enorme griterío.
     
–¡Silencio! –un hombre grito–. El merino de San Miguel va a impartir justicia.
     
Dos caballeros empujaron de malas maneras a la vista de todos a un hombre y a una mujer, que no hacían más que manotearse e insultarse.
     
– ¡Silencio! –gritó uno de los caballeros.
     
El hombre y la mujer se callaron.
     
–Hablad –preguntó Diego.
     
El hombre y la mujer empezaron a hablar al mismo tiempo y no se entendía nada.
     
– ¡Silencio de una maldita vez! –gritó con enojo el mismo caballero que antes lo había pedido.
     
–Que hable antes la mujer –ordenó Diego.
     
–Señor –la mujer bajó la cabeza–. Mi marido era uno de los caballeros de San Miguel que murió luchando contra los infieles, sirviendo fielmente a Dios, a vuestro padre y al conde de Castilla. Tengo cinco hijos a los que tengo que alimentar. Cuando ese bellaco de Villainocencio nos atacó, no pudo dar con un pequeño lugar donde tengo unas gallinas. Gracias a éstas ahora nos estamos manteniendo. Entonces este canalla –señaló al hombre– saltó a mi casa y me robó una gallina y antes de que volviera a saltar lo agarré del pescuezo. Empezó a pedir auxilio. Se arremolinó un montón de gente y entonces fue cuando llegó todo el mundo. Pero el maldito salió corriendo y se llevó a la gallina.
     
Diego levantó la mano en señal de silencio.
     
– ¿Quién puede dar fe de esto? –preguntó Diego.
     
–Nosotros, señor –contestaron dos hombres.
     
– ¿Donde se encontraban?
     
–Junto a su casa, sacaba las ovejas al campo –respondió uno de ellos–. Lo vi todo y es como ella lo cuenta. 

Salió de su casa con una gallina.
     
– ¡Había conseguido saltar la tapia antes de que le agarrase! –gritó la mujer–. Y salió corriendo como una maldita rata.
     
–Que hable ahora el hombre –señaló Diego.
     
–Yo iba tranquilamente por la calle, con una de mis gallinas, cuando esta loca salió de su casa, me empezó a agarrar y a pegar, gritando a todo el mundo que yo le había robado una gallina.
     
– ¿Y cómo llevabas una gallina por ahí tranquilamente con el hambre que hay? –preguntó Diego.
     
–Me la encontré junto a la casa de la loca esta.
     
– ¿Qué decís vosotros? –Diego preguntó a los dos testigos.
     
– Qué es una mentira muy burda y poco creíble.
     
– ¿Qué piensas? –preguntó Diego a Gonzalo al oído.
    
  – Lo mismo que dicen. Qué es una mentira muy burda y poco creíble –le contestó en voz baja.
     
–Como señor de San Miguel dictamino lo siguiente –la voz de Diego sonó solemne–: tú debes una gallina a la mujer y por esta vez no se te castigará, debido al hambre que existe, pero la próxima vez que intentes robar recibirás cincuenta latigazos. Tus embustes no ha sido creídos. Es absurdo que en los tiempos de hambre que corremos alguien vaya con una gallina por la calle sabiendo los peligros a los que se expone.
     
El hombre agachó la cabeza en señal de sumisión a Diego.
     
– ¡Qué pase el siguiente! –gritó uno de los hombres.
     
Entonces se oyó un griterío enorme. Varios caballeros llevaban protegiendo a un hombre herido, con el rostro desfigurado, mientras una multitud furiosa intentaba agredirle.
     
Enrique se dio cuenta porque Diego le había dicho lo del vino.
     
–Creo que esto no va a ser agradable –dijo a Blanca al oído–. Cierra los ojos si no lo quieres ver.
     
–Si tú no los cierras, yo no lo haré –le contestó.
     
El hombre llegó ante la presencia de Diego y se arrodilló.
     
– ¡Piedad, señor! –imploró.
     
– ¿Qué es lo que ha pasado con este hombre? –preguntó Diego.
     
– ¡Qué le maten! ¡Qué nos le den a nosotros, que haremos justicia! –gritaba la multitud.
     
– ¡Silencio a todos! –gritó con fuerza uno de los caballeros allí presentes.
     
Uno de los hombres del tumulto, de los que parecían más calmados, se acercó a Diego.
     
–Señor, este hombre fue sorprendido cuando se estaba comiendo a un niño. Salía un olor a apetecible carne asada. Pensamos en un cochinillo. No pudimos más e irrumpimos en su casa. Sólo queríamos un trozo, un pequeño trozo de lo que suponíamos un lechoncillo. Cuando le sorprendimos con un brazo humano. ¡Con cinco dedos, señor! –el hombre extendió la mano–. Era un bracito de un niño pequeño.
     
– ¿Estáis seguros qué era un brazo humano? –preguntó Diego.
     
–Señor, con todo respeto, ¿desde cuándo las vacas, los perros, las ovejas, los cerdos, los conejos o los caballos tienen cinco dedos? –movió los dedos de la mano.
     
Muchos de los presentes pusieron cara de sorpresa. Diego quedó sorprendido. De eso se había hablado días atrás, pero jamás sospechó, ni por asomo, que este asunto iba acabar así. El hombre, de rodillas, temblaba y lloraba.
     
– ¿Es verdad eso? ¿Alguien lo puede constatar? –preguntó Diego en alto.
     
Uno de los caballeros se puso delante de Diego.
    
–Es cierto, señor. Nosotros lo hemos podido comprobar. Hemos visto en su casa los restos humanos de un niño. O lo mismo eran dos. Desaparecieron muchos niños cuando el diablo de Villainocencio atacó San Miguel.
     
– ¡Tenía hambre, señor! –gritaba el atemorizado hombre–. ¡El hambre es espantosa! ¡Te hace ver locuras! ¡Te guía el diablo! Pero os juro, que estaba muerto el niño que me comí.
     
Diego deliberó. Luego se puso en pie y emitió sentencia.
    
–Como merino de San Miguel dictamino lo siguiente: este es un crimen horrible, a los ojos de Dios y de los hombres, y por ello merece un castigo ejemplar, primero por justicia y luego como escarmiento público. Serás colgado inmediatamente y no se te descenderá de la horca hasta que tu cuerpo no sea nada más que polvo, como público escarmiento para todo aquel que ose practicar el horrible pecado del canibalismo.
    
– ¡No! ¡No quiero morir! ¡Piedad, señor! –gritaba el hombre al mismo tiempo que los guardias se lo llevaban y a éstos les seguía toda la multitud, velando para que se hiciera justicia.
     
Le llevarían a colgar en un grueso árbol en las afueras de San Miguel, el llamado “árbol de la justicia”. A la comitiva seguía una multitud de personas, entre ellos varios niños con evidentes gestos de alegría. El entusiasmo por el ahorcamiento dejó casi vacío el patio del castillo de San Miguel.
    
–Dios, que horror –comentó Blanca a Enrique, que se puso las manos en la cara y se tapó la cara.
    
– ¿Y si de verdad el niño o los niños estaban muertos? –le preguntó Enrique.
    
–No deja de ser un caníbal.
    
–Pero no un asesino.
    
–No te estás dando cuenta de una cosa, mi querido hermano Enrique, que no pueden darse casos de canibalismo en San Miguel. Tiene que cundir el ejemplo de un castigo ejemplarizante. En los tiempos que corren es necesario ser inflexible.
    
– ¿Aunque sea injusto? –Enrique replicó y Blanca apretó su brazo en señal de que dejara de hablar del tema–. No es una bonita lección para un niño ver un cadáver en la horca.

–No tengo pruebas concluyentes, pero creo que ese hombre mató a un niño de poca edad, que vagaría asustado después del ataque del hijo de Satanás de Villainocencio. Es posible que me equivoque, pero este castigo evitará salvajadas de este tipo.
    
–Si estás tan seguro… –la voz de Enrique reflejaba ironía.
    
–De lo único que estoy seguro es que tengo un hermano estúpido, además de cojo. Lo segundo fue una desgracia que a todos nos puede pasar, pero de lo primero, me temo que naciste así de tonto.
     
–Yo seré tonto, pero hoy puedes haber mandado a la muerte a alguien sin merecerlo. Vive con ello.
     
–Maldito estúpido –dijo Diego en voz baja.


Los miembros del consejo de justicia se retiraban, pero Enrique y Diego seguían discutiendo, cuando Enrique oyó unas murmuraciones a sus espaldas que le hicieron callar.
     
– ¡Pobrecillas! ¡Qué mala suerte han tenido! Ordoño, un caballero recio y bravo donde les haya, morir en Rueda. Y encima también su hijo Fernán, un muchacho que prometía.
     
– ¿Por qué callas de repente? –preguntó Diego malhumorado.
     
– Porque puede que tengas razón y no yo –fue la respuesta de Enrique para acabar la discusión que no llegaba a nada y le impedía oír lo que hablaban de Leonor.
     
– Yo siempre tengo razón, ¿cuándo te darás cuenta? –Diego finalizó la controversia, dándose media vuelta y retirándose.
     
Enrique aguzó el oído, intentando saber que se hablaba de doña Sancha y Leonor.
     
– ¡Vaya futuro que tienen! La madre, viuda y sin un hijo, y la hija, que lo más seguro es que haya sido ultrajada, a un convento.
     
– ¡Pues creo que pasan más hambre las dos! No deben de tener nada para comer. Yo no sé de que vivirán, sin un hombre que las pueda mantener o cazar algo para ellas. Yo les daría algo, pero es que apenas tenemos algo para nosotros.
     
– ¡Es cierto! Esta vida es un asco. Bastante hacemos con tirar adelante.
     
Enrique empezó a pensar un plan.


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