Amor y odio (19/39)


TODO ESTÁ PERDIDO

Enrique volvió al castillo. Iba repitiendo mentalmente todas las frases que había escuchado de los labios de Leonor. Parecía como si estuviera en un estado de letargo. Oía hablar a su alrededor, pero no comprendía lo que decían. Le daba la sensación de que la vida ya no tenía sentido para él y vivía como en una pesadilla, de la que puede que algún día despertara, o no lo hiciera.
   
Se dirigió al castillo. Este se hallaba en un pequeño cerro, estrecho y de escasa altura, pero elevada pendiente. A causa de ello, los últimos tramos hasta llegar al mismo se hicieron duros, ya que a duras penas se podía mantener en equilibrio apoyándose en el cayado que llevaba.
   
Alrededor de él había movimiento. Andaban reforzando las estructuras del castillo. Allí estaba su hermano Diego.
   
–¿Qué pasa, Enrique? –gritó Diego al verle–. ¿Y esa cara? Si al final no andas tan mal. Si al final echamos una carrera, lo mismo me ganas.
 
–Déjate de bromas. Ando a duras penas y mal. Si esto es andar.
   
En esos momentos con gran estruendo se cayó una viga colocada sobre la empalizada de madera.
   
–Este castillo es una mierda –comentó Enrique–. Como esperemos que sea una buena defensa contra el maldito de Villainocencio.
   
–No seas tan pesimista –Diego se secó el sudor de la cara–. No lo tomó el hijo de perra de Villainocencio.
   
–El hijo de perra de Villainocencio se marchó como alma que lleva el diablo porque sabía que en cualquier momento podíamos aparecer de vuelta de Rueda.
   
–Es igual. En todo caso destruiremos Villainocencio. A nosotros se unirán las villas, el Conde de Castilla y el mismo Rey, ¿sabes por qué lo harán? Porque el señor de Villainocencio se ha declarado vasallo del Califa.
   
–Querido Diego, que poco sabes de todo –dijo Enrique con ironía–, muchas villas, el Conde de Castilla y el Rey se declararán vasallos del Califa y serán uno con el de Villainocencio.
   
– ¡Eso no ocurrirá! Antes muertos que traidores.
   
–No perdáis el tiempo en reforzar esta mierda de castillo –Enrique dijo en voz alta–. No servirá de nada. Hace tiempo que todo se ha acabado.


Enrique atravesó el patio del castillo. Estaba agotado, los últimos metros hasta el castillo, por la pendiente y el impedimento que padecía, se le habían hecho eternos, disimulando no padecer lo más mínimo. Se dirigió a su habitación para echarse en la cama a descansar.
   
Oyó una voz cantar. Era Blanca. Estuvo un rato escuchando las canciones que cantaba. Abrió despacio la puerta. Era ella, que cantaba mientras cosía. Ésta se dio cuenta de que alguien había abierto la puerta y volvió la cabeza.
   
–Dios mío, Blanca, como tienes humor para cantar –dijo.
   
– ¿No te ha gustado?
   
–Todo lo contrario. Cantas como los mismos ángeles. Por esto y por tantas virtudes, no me extraña nada que Rodrigo se enamorara de ti.
   
– ¿Fuiste a ver a Leonor?
   
–Sí.
 
– ¿Y qué pasó?
   
–Que definitivamente la he perdido. Tiene muy clara su decisión.
   
–Habrá otras mujeres, Enrique.
   
–Cuando vi sus ojos a través del velo que llevaba, me di cuenta que mi corazón la seguía amando.
   
–Olvídala.
   
–Es lo que quiero, pero no es tan sencillo.
   
–Ya nada es como antes. Nos tenemos que hacer a esa idea.
   
–Ojalá hubiera muerto en Rueda como Rodrigo. Estoy harto de todo.
   
–No digas bobadas. La olvidarás. Y otra mujer conquistará tu corazón.
   
–No habrá otras mujeres. Así lo he decidido.
   
– ¿Has retomado tu antigua idea de consagrar tu vida a Dios?
   
–No sé ya si quiero ser religioso -contestó Enrique con la mirada perdida–. ¿Para qué me ha dejado Dios con vida? ¿para sufrir? Ya no sé que pensar de nada.
   
–Mañana verás las cosas de otra manera.
   
–Por desgracia, mañana seguiré enamorado de Leonor, pero eso no puede ser.
   
–Al único hombre que he amado en la vida ha sido a tu hermano Rodrigo –Blanca le miró los ojos–. Y eso jamás podrá ser porque Rodrigo ya no está con nosotros.
   
–Qué felices éramos todos hace poco tiempo y qué desgraciados somos ahora.
   
–Rodrigo está muerto, pero Leonor está viva, Enrique –Blanca le miró a los ojos.
   
–Tú perdiste a tu padre y a Rodrigo. Le echo tanto de menos. Quizá ahora él me daría algún consejo.
   
–Mis consejos no te sirven de nada. Quizá porque soy una mujer.
 
–No, no es eso. Es que la vida ya no tiene sentido sentido para mí.
 
Blanca se acercó a una ventana, con la mano movió la gruesa, aunque traslúcida, cortina de lana que la cerraba y miró por ella.
 
– ¿Sabes, Enrique? –Enrique se acercó junto a ella–. Cuando nos cobijasteis a mi me pusisteis en esta habitación. Por esta única ventana entraba el Sol en esta habitación. No me atrevía a salir sola por San Miguel, me daban miedo sus gentes, me parecían muy rudos, muy primitivos –sonrió–. Mi criada, que Dios la tenga en su gloria, compartía este sentimiento. Dependía de Rodrigo para todo. Cuando tu padre le dejaba libre, venía a buscarme. Se paraba ahí, a la entrada del patio del castillo –señaló con el dedo– y gritaba ¡Blaaaanca! Yo me asomaba a la venta y le sonreía. Siempre que miro por esta ventana, parece que le voy a ver –Cerró los ojos.
   
Enrique la abrazó.
   
–El mandatario de Villainocencio destruyó las cosechas y se llevó la comida y el ganado. Soy una boca más que alimentar. Me siento culpable.
   
–Nunca te faltara que comer, mientras vivamos Diego y yo. Ya se lo has oído de su boca.
   
–Los frailes del monasterio no pueden ayudar ya a más gente. Apenas tienen ya para ellos. La gente caza lo que puede en el campo. Pero ya no hay ni caza. Y Diego está ayudando a todo el mundo como el primero.

–Diego es bruto como un animal, pero también es noble y de buen corazón.
   
–Lo sé. Todos los hijos de Sancho son buenos. Tu padre, en el cielo, estará orgulloso de vosotros.
   
Rodrigo salía de la habitación y cuando abrió la puerta oyó unas palabras de Blanca.
   
–Si no la vas a olvidar, lucha por Leonor. No te dejes vencer por la adversidad. Tu amor bien lo merece.


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