Amor y odio (18/39)


ENCUENTRO CON LEONOR

Desde lejos, Enrique vio llegar a doña Sancha y a Leonor. Tal y como había imaginado. Las dos iban enlutadas, con un velo cubriéndolas el rostro.
 
Se hizo la señal de la cruz y por fin decidió salir a su encuentro, apoyándose en un cayado.
 
–Buenos días, doña Sancha. Buenos días, Leonor.
 
–Buenos días, Enrique –dijo doña Sancha. Leonor no contestó.
 
–Antes que nada quiero que sepáis que lamento en el fondo de mi alma las muertes de don Ordoño y de Fernán.
 
–Nosotras lamentamos también la muerte de tu padre y de tu hermano Rodrigo –dijo doña Sancha-. También supimos que estuviste a punto de morir.
   
–Sí, pero el Dios del cielo quiso que yo viviera, aunque quedara con una pierna mal.
   
Enrique miró fijamente a los ojos de doña Sancha.
   
–Doña Sancha, quiero pediros una gracia de vos. He sabido que Leonor va a ingresar en un convento. Deseo hablar un momento con ella, a solas.
   
– ¿De qué quieres hablar con ella?
 
 –De mis sentimientos hacia ella.
   
Doña Sancha se quedó sorprendida. De Leonor daba la sensación como si la conversación no fuese con ella.
   
–No creo que sea oportuno, Enrique. Estás importunando a una persona que tiene decidido entregar su vida a Dios.
   
–Lo sé –dijo Enrique mirando al suelo–. Esto que estoy haciendo es una locura y una desfachatez y tenéis toda la razón en lo que estáis diciendo. Pero os lo suplico en nombre de la amistad que me unía con vuestro hijo Fernán y la admiración que sentía hacia vuestro esposo Ordoño. Puede que penséis que soy un loco
   
Doña Sancha miró hacia Leonor. Esta permanecía impasible, como si nada de lo que estaba ocurriendo tuviera que ver con ella.
 
Al fin accedió.
 
–Está bien. Lo haré por el respeto que tenía a tu padre. Pero sé breve.
 
–Así será, señora.
 
Se acercó hacia Leonor. Doña Sancha se retiró a unos metros, para que pudiese hablar con ella a solas.


 
Enrique miró a Leonor. A través del velo pudo ver a la mujer que amaba.
 
–Leonor, quiero confesarte mi amor por ti. Te amo de tal manera que no te lo puedes imaginar.
 
Leonor abrió los ojos en señal de sorpresa. Enrique siguió hablando.
   
–Mi corazón sólo ha sido para ti. Sólo he amado a una mujer en el mundo y has sido tú. Por ti daría todo. Pero sé que para ti nunca fui nada. Tampoco ahora espero serlo. Pero te lo tenía que decir.
 
A través del velo vio que Leonor cerró los ojos como con pena. Los volvió a abrir lentamente.
   
–No puede ser, Enrique. Agradezco tus palabras, pero nada puede ser ya. Las cosas han cambiado.
   
–Sólo quiero que sepas que alguien te amó de verdad.
   
–Algún día encontrarás una mujer que te haga feliz.
   
–Leonor, no te pido que me ames. Sólo te pido que antes de ingresar en el convento me conozcas y entonces ya, tomes la decisión que quieras.
   
–No puede ser, Enrique. Lo siento. Quiero entregar mi vida a Dios y tú te estás interponiendo. No lo hagas más difícil.
   
–No trato de apartar tu vida de Dios. Sólo soy un insecto en su camino y me podría apartar de un manotazo. Hay gente que nace para Dios, pero sé que no es tu caso. Sé que esto es una locura. Sé que intento que no consagres tu vida a Dios, pero Él, en su infinita misericordia, me perdonará, sobre todo si he hecho esto sólo por amor. O más bien por locura. Locura debida al amor que siento por ti.
   
–Lo siento, Enrique. Lo que me pides es imposible. Como bien dices, es una locura.
 
Leonor fue a donde estaba su madre y juntas se marcharon a su casa.
   
Enrique quedó en la calle, como paralizado. Luego se apoyó en una pared. No le quedaban ni lágrimas para llorar. La vida le empezaba a parecer absurda.


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