Amor y odio (8/39)


EL DESAFÍO

Los siete caballeros de San Miguel, a galope, entraron en el territorio del mandatario de Villainocencio. Los hombres de éste, al verles, se dirigieron hacia ellos. Diego, sin dudarlo un momento, sacó la espada; le siguió Gonzalo y los otros cinco caballeros. Los hombres de Bermudo dudaron antes de atacar.
   
– ¿Quién sois? -preguntó uno de ellos, aunque ya sabía quienes eran.
   
–El merino de San Miguel –contestó Diego con arrogancia–. He venido a ver a tu mandatario. Házselo saber.
   
Los hombres de Villainocencio retrocedieron. Marcharon a galope a decírselo a su señor. Los siete caballeros de San Miguel esperaron en el lugar.
   
–Creo que sería una locura adentrarnos más en Villainocencio –dijo Gonzalo–. Lo tendrían fácil para acabar con nosotros. Morir de forma estúpida, pues es eso, algo estúpido.
   
–Gonzalo tiene razón –añadió otro.
   
Diego movió la cabeza en el sentido de que estaba de acuerdo.
   
–Sólo somos siete –otro alegó–. Creo que ha sido una locura venir hasta aquí.
   
– ¡Basta! –gritó Diego–. Que más da que seamos siete, uno de nosotros vale como cien de ellos. Pero conviene que retrocedamos algo y vayamos a campo más abierto, por si hay que retirarse. Como bien dice Gonzalo, morir de forma estúpida es una tontería. Y no pienso darle el gusto a esta rata de Villainocencio.
   
Retrocedieron con los caballos y se dirigieron a un llano cercano a San Miguel. Cuando lo hicieron se percibieron que los de Villainocencio les iban siguiendo por la altura de un cerro.
   
–No están siguiendo y son muchos –afirmó Gonzalo–. O presentamos batalla o huimos a galope.
   
–Ni una cosa, ni otra –respondió Diego–. Estas bestias no tienen mucho entendimiento, pero creo que no les agradaría saber que su señor es un cobarde, mientras les envía a ellos a morir.
   
Diego se detuvo y los demás hicieron lo mismo.
   
– ¡Qué! –gritó Diego– ¡vuestro señor no tiene la hombría suficiente para enfrentarse con nosotros y por eso os envía a vosotros.
   
Al oír estas palabras, un hombre se dirigió hacia Diego, acercándose a él. Tenía un olor porcino.
   
–El único que no tiene la hombría suficiente eres tú, perro –le dijo desafiante a Diego.
   
Obtuvo como respuesta un tremendo puñetazo de éste que le hizo caer del caballo. Se levantó y se fue hacia Diego. Éste, sin bajarse del caballo, le dio una patada. Volvió a caer al suelo.
   
En ese momento, se acercó Bermudo a caballo, con varios hombres más.
   
– ¡Déjalo ya! –mandó interrumpir la lucha–. ¿Se puede saber a qué habéis venido? –preguntó a Diego.
   
–Supongo que sois el mandatario de Villainocencio. He venido a desafiaros –contestó Diego alzando la cabeza.
   
El mandatario de Villainocencio sonrió. Sería una muestra de debilidad ordenar a sus hombres que atacaran, cuando había sido desafiado. Diego continuó hablando.
   
–En primer lugar, os exijo que me entreguéis ahora mismo a doña Leonor, la hija de Ordoño. Y con su honor sano y salvo, por supuesto.
   
Bermudo se echó a reír.
   
–Esa furcia se escapó. Respecto a lo de su honor, eso tiene más difícil solución.
   
– ¡Sois un maldito canalla! –gritó Diego rojo de ira–. ¡No tengo más que hablar con un bellaco! Sólo os diré una cosa –señaló a Bermudo con el dedo–, que mañana, al despuntar el alba, os estaré esperando en el páramo que hay al lado del lago, ese que está lleno de patos, en la división de los dos territorios. Allí nos enfrentaremos ¡a muerte! Espero que no faltéis a la cita.
 
–Allí estaré. Iros despidiendo de la vida.
 
–Iros despidiéndoos vos.
 
Dando media vuelta, Diego y sus acompañantes fueron marchándose.
 
Nuño se acercó a Bermudo.
 
– ¿De veras vais a acudir? –le preguntó a éste.
 
–No seas estúpido. Lo que quiero es desesperarle. Mírales, ahora marchan. Están en mis manos. Les podría matar ahora mismo si quisiera. Pero no sólo quiero matar a esos estúpidos. Lo que quiero es aniquilar completamente San Miguel, a su maldita familia y a sus malditos seguidores. No hay placer más grande que el de la destrucción.
 
– ¿Y qué diréis a vuestros hombres? –preguntó Nuño.

–Que fue él, el que no acudió.


Avanzar narración: Amor y odio (9/39)

Retroceder narración: Amor y odio (7/39)


Comentarios