Amor y odio (4/39)


UNA APUESTA ARRIESGADA

Leonor fue despertando del letargo producido por el golpe de Bermudo y el terror producido por lo que había vivido. Ahora estaba encerrada en una mazmorra. Sentía la cara hinchada por el golpe. La estancia era fría y húmeda. Apenas entraba luz, pero sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y poco a poco fue observando lo que había a su alrededor. La mazmorra era circular y la poca luz que entraba lo hacía a través de una diminuta rendija en el techo. Había una gruesa puerta de madera con unos pequeños barrotes a la altura de la cabeza.
   
A pesar de que sufría un fuerte choque emocional, fue recordando los planes que Bermudo había reservado para ella. Era mejor morir que pasar ese infierno. ¿Por qué tanta crueldad y ese odio tan atroz?, se preguntaba. Lo cierto es que procuró serenarse y ser fuerte. Por primera vez empezó a pensar que tenía que escapar de ahí como fuera.
   
Se compuso un poco el vestido. Lo tenía destrozado y estaba casi desnuda.
   
Oyó carraspear a alguien al lado de la puerta. Eso significaba que había un guardián.
   
Se le ocurrió un plan.
   
Tanteó con las manos el suelo en busca de algo que le sirviera. Encontró dos o tres piedras grandes que servían de asiento. Tenían forma cuadrada. Podían valer para lo que quería.
   
Era necesario jugarse el todo por el todo.
   
Se quitó toda la ropa que llevaba. Se quedó completamente desnuda.
   
Miró por los barrotes de la puerta. El guardián notó algo y se la quedó mirando.
   
– ¿Qué quieres? –preguntó de malas maneras.
   
–Aquí no hay nada cómodo para descansar –contestó Leonor dulcemente, aunque por dentro estaba muy nerviosa y el corazón le palpitaba muy deprisa.
 
 – ¡Y qué! –dijo despectivamente el guardián.
   
Leonor se situó un poco más atrás de la puerta. El guardián se dio cuenta que estaba desnuda.
   
–¡Entra tú mismo y míralo! ¡Aquí no se puede descansar! –gritó Leonor.
   
–El guardián cogió las llaves del cinto y abrió la puerta. El plan estaba funcionando.
 
Leonor se tendió en el suelo.
   
Sin decir ni palabra, el guardián se empezó a desnudar. Leonor recordaba lo que tantas veces había oído a escondidas a su madre, que el deseo de un hombre por yacer con una mujer es tan fuerte que llega a nublar la mente. Hasta tal punto de no darse cuenta de lo evidente que era la trampa.
   
Cuando el guardián se colocó encima de ella, Leonor estiró los brazos hacia atrás y rápidamente agarró la piedra y golpeó al hombre en la cabeza. Quedó como aturdido. Le volvió a golpear otras dos veces hasta que quedó inconsciente en el suelo.
   
Leonor le terminó de quitar la ropa al guardián y se vistió con ella. Al colocarse el casco se dio cuenta que tenía el pelo muy largo y eso podía la podía delatar. Sacó el puñal del cinto que llevaba y se cortó el pelo.
   
Salió de la celda, cerrándola con la llave. Subió las escaleras por las que se llegaba a las mazmorras. Había un pasillo largo. Lo recorrió hasta que encontró la salida. En el camino se encontró con varios caballeros de Bermudo. Procuró no hablar. Su voz podía delatarla.
   
Por fin llegó al patio. Vio varios caballos. Pero no sabía montar. Tendría que escapar andando.
   
A lo lejos se veía la puerta del castillo. Era una puerta muy grande de  madera, que estaba abierta. Con decisión la atravesó. Los dos guardias que la vigilaban notaron algo raro. Su andar no parecía masculino.
   
– ¿Tú quién eres? –preguntó uno de ellos–. Pareces una mujercita andando.
   
El otro echó a reír a carcajadas.
   
Leonor tenía que salir de la situación como fuera. Había que pensar algo.
   
–Soy Gutierre, imbécil –contestó poniendo la voz lo más grave posible–. Si yo parezco una mujer, tú pareces una ramera barata.
   
El que seguía riendo ahora se desternillaba.
   
–Te voy a matar, maldito –dijo el guardia dirigiéndose hacia Leonor.
   
Ésta echó a correr lo más rápido que pudo.
   
El que reía le cogió al otro del brazo.
   
–Déjalo. No le sigas. Si nuestro señor se entera que has  abandonado la guardia es capaz de colgarte de los pulgares.
   
–Míralo –dijo el otro–. Si hasta corre como una dama.


   
Cuando Bermudo bajó a los calabozos a proseguir su sistemática venganza contra la hija de Ordoño, sólo encontró un guardián semidesnudo y atontado. Montó en cólera dando puñetazos y puntapiés al guardián sin cesar hasta que éste quedó de nuevo inconsciente.
   
– ¡Coged a esa zorra! ¡No puede andar muy lejos! –gritó con furia.
   
Luego habló en voz baja, como para sí mismo, tocándose la cicatriz de la cara.
   
–Lo que más me gustaría sería ver la cara que va a poner Ordoño cuando su hijita llegue llorando diciendo que ha sido deshonrada por Bermudo, entonces sabrá cuáles son las consecuencias de ofender a los señores de Villainocencio.
   
Se echó a reír.


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