Amor y odio (3/39)


DERROTA

Los restos del ejército de San Miguel se fueron agrupando en un páramo al norte de Rueda. Lo mismo hicieron otras tropas agrupándose por su origen. El panorama era desolador. Todos iban de un lado para otro buscando a sus compañeros. El número de heridos era innumerable. Esta imagen era la contraria a la del inicio de la batalla. Ya no se veían estandartes, ni gritos de batalla; sólo cabezas bajas y gritos de dolor. Arriba, en el cielo, los buitres daban vueltas en círculo.

No quedaba apenas nada del ejército de San Miguel.
  
Sin que nadie le viera, Diego lloró como un niño cuando recordó lo que había perdido.
  
Sancho, su padre, había muerto.
  
Había visto como su hermano Rodrigo moría aplastado por la caballería andalusí.
  
También había muerto Ordoño, el fiel caballero de su padre, y su hijo Fernán, su amigo.
  
El noble Alfonso acabó sus días combatiendo, tal y como él había querido.
  
Intentaba que nadie viera las lágrimas, que sin poderlas parar, le rodaban por sus mejillas.
  
El valiente Gonzalo habría sobrevivido. Se acercó a él y le puso la mano en el hombro.
  
–Diego, eres el hijo del merino de San Miguel, conocimos a tu padre y sabemos que él siempre quiso y te educó para que tú fueras su sucesor. A falta de la opinión del conde Castilla, nosotros te reconocemos como tal. Ordena y te obedeceremos.
  
Diego, con un horroroso nudo en la garganta, se dirigió a los caballeros de San Miguel.
  
–Todos habéis sido valientes y habéis luchado con bravura. La suerte no nos ha sonreído, pero nosotros hemos sabido cumplir con nuestro deber. Debéis estar orgullosos de ello. Ahora recemos por los nuestros, que han muerto luchando con valor. Que el Señor les acoja en su seno.
  
Todos se pusieron de rodillas. Estuvieron un rato rezando. Cuando terminaron. Gonzalo se puso en pie y habló a todos.
  
–Diego es el sucesor de Sancho. Según nuestras leyes y costumbres ahora deliberaremos.
  
Diego se retiró para que sus hombres hablaran entre sí.
  
La deliberación duró poco. Gonzalo hizo la pregunta crucial.
 
– ¿Aceptáis a Diego, hijo de Sancho, cómo merino de San Miguel?
  
– ¡Aceptamos! –fue el grito prácticamente unánime.
  
– ¿Alguien tiene algo que objetar a qué elijamos a Diego cómo nuestro merino? –volvió a gritar Gonzalo.
  
Nadie dijo nada. Llamó por señas a lo lejos a Diego. Cuando éste llegó, se volvió a oír la ronca voz de Gonzalo.
  
–Entonces, a falta de su aprobación por el conde de Castilla, tú, Diego, hijo de Sancho, eres el merino de San Miguel. ¿Cuál es tu primer mandato?
  
–Volver a casa.


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