Amor y odio (16/39)


CÓRDOBA

Habían pasado varios días desde que Rodrigo recuperó la conciencia. Poco a poco se iba recuperando de sus heridas. Los dolores iban siendo de menor intensidad, sobre todo al efectuar algún movimiento. Estaba confuso, no sabía si sentirse prisionero o invitado. Y todo ocurría en un entorno completamente extraño, en el que parecía todo un sueño o una extraña pesadilla. En las ausencias de Omar, éste había dispuesto que fuera bien atendido por sus criados. Pero un día apareció éste ante la presencia de Rodrigo.
   
–He estado hablando con los médicos. Me han dicho que sería bueno que empezaras a andar y a moverte un poco. Ahora estoy libre de mis ocupaciones. Te voy a enseñar Córdoba.
   
– ¿Salir a la calle? No sé –Rodrigo mostraba preocupación.
   
–Tranquilo -Omar sonrió-. Yo iré contigo en todo momento.
   
Acompañados de varios criados y esclavos, salieron de la casa de Omar, atravesando el enorme jardín. Rodrigo quedó maravillado de su belleza y de la enorme variedad de flores y frutos.
   
Ya en la calle, el enorme bullicio impresionó a Diego. Una  multitud iba de un lado para otro. De vez en cuando pasaban transeúntes con animales, motivando que la gente se apartara para dejar paso. A Rodrigo le hacía gracia oír el árabe. Le parecía casi imposible de pronunciar, parecía como sonidos de atragantarse. No se hacía una idea de lo grande que era Córdoba. La población más grande que conocía era San Miguel.
   
–Cuanta gente. Nunca había visto nada igual –exclamó Rodrigo sorprendido.
   
Omar sonrió. Veía a Rodrigo como una mezcla de inocencia y primitivismo.
   
–Vamos al zoco –dijo.
   
– ¿Qué es el zoco?
   
–El mercado. Te gustará.
   
Llegaron a una gran plaza de puestos con toldos. El griterío era impresionante y había tantas personas que casi no se podía dar un paso.
   
– ¡Dios mío! Comparar esto con el mercado de San Miguel es como comparar una pulga con un caballo –Rodrigo no salía de su asombro.
   
Había puestos de barberos, aguadores, bereberes vendiendo frutas y hortalizas, equilibristas, faquires, astrólogos, encantadores de serpientes, narradores de cuentos y todo tipo de vendedores, vendedores de esclavos, de tapices, de especias, de perfumes. Le llamó la atención la enorme cantidad de olores y sabores.
   
– Y hasta venden libros –le sorprendió a Rodrigo un puesto donde vendían libros.
   
– ¿Y qué hay de extraño? Cristiano –dijo Omar con algo humor.
   
–En San Miguel, los pocos libros que hay están en el monasterio. Y valen una fortuna.
   
–Y aquí también. De todas maneras, los cristianos sois unos incultos.
   
–¿Qué es ser inculto? –preguntó extrañado Rodrigo entre el griterío de la gente a su alrededor–. ¿No saber leer? Yo no sé leer. Nadie me enseñó. En mi tierra sólo saben leer los curas.
   
Siguieron caminando. Se detuvieron en un puesto de telas. Rodrigó tomó un vestido de seda, de color crema, lo tomó y deslizó entre sus manos, tenía un suavísimo tacto. Se quedó pensativo, recordando cuando compró el vestido a Blanca en San Miguel.
   
– ¿Qué piensas, Rodrigo? Cuando un hombre se comporta así es porque recuerda a una mujer.

– Y tú, ¿por qué sabes tanto de mi vida? –Rodrigo estaba algo extrañado.
   
– Porque yo lo sé todo, de todo –Omar sonrió socarronamente–. Háblame de esa mujer. Lo estás deseando.
   
– Es una mujer que amo, pero está por encima de mí.
   
–Entonces regálale el vestido y demuestra así tu amor.
   
Omar habló unas palabras en árabe con el vendedor. Un criado sacó una bolsa y le pagó unas monedas. Luego entregó el vestido a otro criado para que lo llevara.
   
–No puedes hacer esto, Omar. Debe ser un vestido carísimo. Me has salvado la vida y me has acogido en tu casa, pero este vestido debe ser carísimo.
   
–Para mí no es caro. No desprecies mi regalo.
   
–No lo haré. Gracias, Omar. Todo esto me parece mentira.
   
 –Cuando se lo des a ella, dile que los andalusíes no somos tan malos.
   
Rodrigo sonrió. Pensó que lo que estaba viviendo era algo que se salía de lo normal. Como si fuera un sueño.


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