Amor y odio (15/39)


EN PIE

Desde que Enrique supo que ya no volvería a andar y a correr como antes, se pasó dos días enteros en la cama. En silencio, sin comer, parecía esperar la muerte. Ya nada le importaba. Blanca insistía en que tenía que comer, que estaba muy débil. Pero nada servía para levantar el ánimo de Enrique. Tampoco hicieron efecto los gritos de Diego. Enrique había perdido por completo el interés por la vida.
   
Blanca, arrodillada junto a él, le volvía a pedir que comiera, esta vez se lo pedía por ella.
   
–Si es por ti, lo haré. Pero por mí ya no volveré a hacer nada. Lo único que quiero es morirme. Ya no sirvo para nada.
   
–¿Por no poder andar ya no sirves para nada? –ella preguntó de forma irónica–. Tienes dos manos, dos ojos, puedes hablar. Podrás andar con muletas.
   
–Seré una carga.
   
–Escúchame bien, nunca serás una carga, sino una bendición el disfrutar de tu existencia.
   
Diego abrió la puerta de un golpe. Miró a Enrique con desprecio.
   
– ¡Maldito cobarde pusilánime! ¡Sigues en la cama! ¡Llora, llora, como la niña que siempre fuiste!
   
Blanca, que hasta entonces no había levantado la voz, empezó a gritar.
   
– ¡Cómo te sentirías tú si no pudieras volver a andar!
   
– ¡Pareces su madre! ¡Ya no es un niño!
   
– ¡Déjala en paz! –gritó Enrique.
   
Diego agarró a Blanca fuertemente de un brazo.
   
– ¡Fuera de aquí! –la miró a los ojos con rabia.
   
– ¡Maldito seas, Diego! ¡Eres un bastardo! –Enrique gritaba con desesperación.
   
Sin soltarla del brazo, Diego llevó a Blanca al umbral de la puerta.
   
–Siento ser tan brusco, Blanca, pero tus mimos no le llevan a buen camino –fue su explicación.
   
Diego la echó y cerró la puerta de golpe.
   
– ¿Por qué la has echado? ¡Te odio! ¡Te odio! –Enrique seguía gritando.
   
– ¿Por qué tú no me lo has impedido?
   
Diego empezó a dar vueltas alrededor de la cama de Enrique.
   
– ¿Sabes, Enrique? He venido a contarte algo. Algo de tu Leonor.
   
–Ya lo sé todo. Blanca me lo ha contado. Sé que logró escapar y pudo regresar sana y salva.
   
–No todo fue tan bien. No te ha contado algo.
   
– ¿Qué quieres decir? –el tono de Enrique revelaba ansiedad.
   
–El señor de Villainocencio abusó de ella.
   
– ¡No! ¡Dios! –Enrique empezó a golpear con los dos brazos en la cama.
   
–Nadie ya se querrá casar con ella. Pobre chica.
   
– ¡La vengaremos! –Enrique alzó el puño– ¡por ella y por todo lo que nos ha hecho morirá ese mal nacido!
   
–Eso a su debido tiempo, hermano. Habrá guerra. Pero volviendo a Leonor, a pesar de lo ocurrido, ¿a ti te importaría casarte con ella?
   
–A mí no me importa nada si tengo su amor. Es la única mujer del mundo a la que amo y amaré –contestó Enrique mirando al techo.
   
– ¡Qué bien! –dijo Diego dando una palmada–. Pero eso ya no va a ser posible.
   
–Sólo Dios lo sabe.
   
–Y tanto que sí. Por eso va a ingresar en un convento. Hace bien. ¿Quién iba a querer casarse con ella?
   
–Me estás mintiendo, Diego.
   
–Te estoy hablando en serio.
   
Mirándole a los ojos comprobó que decía la verdad. Entonces fue como si le hubiera dado un ataque. Se sentó en la cama y miró a Diego con ojos de rabia. Éste seguía dando vueltas alrededor de la cama.
   
– ¿Vas a hacer algo? o ¿piensas seguir llorando como una niña? –preguntó Diego.
   
–Antes de que ella ingrese en el convento debe saber que yo la amé como nunca se imaginó que alguien pudiera amar así.
   
–Ella no va a venir aquí. Y yo, ni la pienso traer, ni voy a dejar que venga a verte.
   
– ¿Por qué me haces esto? Nuestra madre era una santa, pero tú eres un hijoputa.
   
–Si crees que lo hago sólo para joderte, es que no eres tan listo como creía.
   
– ¡Maldita sea! –Enrique gritó con todas sus fuerzas.
   
Enrique se puso de pie y al echar el pie para andar cayó al suelo. Intentaba levantarse, pero no lo podía conseguir. Diego le extendió el brazo. Se agarró de él y volvió a ponerse en pie. Se cogió a Diego.
   
–Lo tengo que conseguir –toda la rabia del mundo se reflejaba en los ojos de Enrique.
   
–Lo vas a conseguir –Diego le miró a los ojos, mientras le apretaba firmemente el brazo.
   
–Sí, lo voy a conseguir. Y nada me va a parar.
   
–Esto es lo que quería ver –Diego suavizó la fuerza con la que apretaba el brazo de Enrique–, que tu rabia te de fuerzas para volar como los pájaros.


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