Amor y odio (12/39)


DESPERTAR DE UN SUEÑO

Rodrigo fue despertando como de un sueño. Fue abriendo los ojos. Le extrañó la extraña decoración geométrica que vio y entonces abrió los ojos del todo. Se miró. Se hallaba cubierto por una sábana blanca. Estaba completamente desnudo. Se levantó tapándose con la sábana.
   
En ese momento entró Aixa, la hija de Omar.
   
– ¿Quién sois? –preguntó Rodrigo.
   
La muchacha salió corriendo.
   
– ¡Padre! ¡Padre! –gritaba.
   
Rodrigo se extrañó al oír estas palabras en árabe. Pensó que le habían capturado y era prisionero. Pero no se acordaba de nada. La cabeza le estallaba. Se encontraba muy confuso.
   
Al poco tiempo hizo su aparición Omar, acompañado de su hija.
   
– ¿Quién sois? ¿Dónde estoy? –preguntó Rodrigo con ansiedad, al ver el aspecto de Omar.
   
–Soy Omar Ibn Musa y estás en Córdoba –le dijo en castellano.
   
– ¡En Córdoba! ¡No es posible!
   
–Mira por esa ventana, pues –le mostró con el brazo la ventana que Rodrigo tenía más próxima.
   
Rodrigo se acercó a una de las ventanas. A través de la estrecha celosía miró abajo. Eran calles estrechas, apiñadas de gente con vestidos morunos de distintos colores. A través del bullicio, logró distinguir que hablaban en árabe.
   
–Es cierto –se dijo a sí mismo.
   
–Yo soy el andalusí al que salvaste la vida, impidiendo que me mataran por la espalda. Sé bienvenido –su castellano era perfecto.
   
Rodrigo se quedó mirándole.
   
–Ahora empiezo a recordar. Aunque en mí está todo un poco confuso.
   
Rodrigo hizo memoria.
   
–Poco después hirieron a mi caballo Tormenta y tuve que descabalgar. No me acuerdo de más.
   
–Fuisteis pisoteado por nuestra caballería. Yo os recogí. Habéis estado varios días entre la vida y la muerte, pero la voluntad de Dios ha querido que viváis.
   
–Me habéis salvado la vida entonces.
   
–Vos salvasteis la mía en Rueda. Gracias a vos, hoy los ojos de mi hija me ven. Un andalusí no podía hacer menos. Somos un pueblo agradecido.
   
–Bueno, entonces estamos en paz. Ahora soy vuestro prisionero.
   
–Yo jamás tendría un prisionero en mi propia casa. Sois mi invitado.
   
–Un invitado cristiano en Córdoba ¿bromeáis?
   
–Si eso no os complace, consideraos entonces mi prisionero, si eso os hace más feliz.
   
Los ojos de Rodrigo y de la muchacha se cruzaron. Ella se tapó la cara con el velo. Rodrigo continuó hablando.
   
–No me he presentado. Soy Rodrigo, hijo de Sancho, merino de San Miguel. Soy castellano.
   
En ese momento se tocó las costillas e hizo un gesto de dolor.
   
–Debéis echaros –alegó Omar–. No estáis recuperado del todo.


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