Tierra de frontera (18/18)

RUEDA

Cuando el grupo de San Miguel llegó a Rueda, lo que vieron les impresionó profundamente. Allí estaban todas las fuerzas de la cristiandad tratando de evitar que Rueda cayera en las manos de Ibn Amir. El bullicio multicolor de los campamentos unido al ambiente ruidoso de mercaderes y prostitutas en torno a ellos llamaba poderosamente la atención a Enrique y Rodrigo. Nunca habían salido de San Miguel y sus alrededores y todo aquello era nuevo para ellos.

Acamparon a las afueras, junto a los demás castellanos. Sancho presentó a sus hijos al conde de Castilla, García Fernández. Éste les hizo saber la importancia del hecho de estar allí, ya que había que acabar con las correrías de Ibn Amir. A lo lejos se veía el campamento del rey de León y al otro lado, el del rey de Navarra.

–Somos muchísimos –dijo Enrique.

–Toda la cristiandad está aquí –añadió Diego.

–Somos demasiados –corroboró Rodrigo–. A ver si Ben Amir coge miedo y no aparece.

– ¡Ja, ja, ja! –rió Diego con fuerza–. ¡Puede pasar!

–A mí no me hace gracia -dijo Rodrigo-. ¡Yo necesito luchar y llegar a ser uno de los mejores guerreros del mundo!

Esta frase fue oída por un hombre entrado en años de barba cana, que le respondió.

–Joven impetuoso e imberbe, aún te queda mucho camino por recorrer.

– ¿Quién sois vos para hablarme así? –Rodrigo le contestó.

–Alguien que de la guerra sabe mucho más que tú.

–Nadie os ha dado vela en este entierro –intervino Diego.

–Ni la pido. Sólo os digo que el enemigo al que nos enfrentamos es muy poderoso.

– ¿Acaso tenéis miedo? –exclamó Rodrigo.

–Vuestro amigo tiene poca experiencia y la lengua muy larga –la tensión de la discusión aumentó.

–No es mi amigo, es mi hermano –Diego habló–, y os ruego que le disculpéis. Sólo tiene ganas de luchar y de hacer méritos en la guerra.

–No tengo ninguna intención de luchar contra un mozalbete insolente –el hombre sonrió sarcásticamente–. Más vale que todos reservemos nuestras fuerzas para la batalla porque las vamos a necesitar.

Rodrigo estuvo a punto de intervenir, pero le detuvo una mirada incendiaria de su hermano. El hombre marchó lentamente.

– ¡Eres un imbécil! –exclamó furioso Diego– ¡tienes que aprender a respetar a los guerreros veteranos!

Diego volvió a pensar que maldito el momento en que sus hermanos decidieron ir a la guerra junto a él.


El señor de Villainocencio no había comparecido con sus tropas. No se hablaba de otra cosa en el campamento de los castellanos. Había faltado al juramento de fidelidad hacia el conde de Castilla y éste aún no sabía que decisión tomaría al respecto. Lo pensaría después de acabar con el poderío de Ibn Amir.

Por la noche, en el campamento, a la luz de la hoguera, cada uno contaba sus historias, muchas veces exageradas. Sólo se hablaba de guerra, de Ibn Amir y de mujeres.

Diego, Enrique y Rodrigo estaban fascinados y contentos de hallarse donde estaban. Hasta tal punto que parecía que a Enrique se le había ido Leonor de la cabeza.


A la mañana siguiente, todos se despertaron con un extraño sonido que parecía distante. Al dirigir la vista hacia el sur vieron un espectáculo que les heló la sangre. Una mancha multicolor sobre el paisaje pardo y verde avanzaba hacia ellos. A lo lejos se escuchaba el sonido difuminado de cánticos y rezos.

Se prepararon para el combate y montaron a caballo.

–Al final Ben Amir se atreve contra toda Castilla, León y Navarra juntos –dijo Sancho, con la mirada fija en el horizonte–. Ese hombre es un auténtico demonio.

–Somos más y más valientes, padre –dijo Diego.

–Ya lo sé.

Al poco tiempo apareció un heraldo a caballo gritando que se prepararan para el combate.

Rodrigo levantó eufórico la lanza.

– ¡Vamos a entrar en la gloria!

Enrique cogió con una mano la cruz que llevaba colgada al cuello y la besó.

–Señor, protégenos de todo mal y danos fuerza para alcanzar la victoria en tu nombre.


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