Tierra de frontera (7/18)

BLANCA

Blanca pensaba en todo lo que había sucedido con tristeza, sentía una enorme angustia que no sabía como aplacarla. Sentía unas enormes ganas de llorar, pero también sabía que debía ser fuerte. Había visto lo peor de lo que puede ser capaz el ser humano, pero, a pesar de todo, no había perdido la fe. Quería pensar que otro mundo mejor puede ser posible. Pero cada vez que recordaba como contempló desde el castillo el resplandor de las llamas en la noche que ardió Zamora, se la encogía el corazón y la entraba una tremenda ansiedad. Y eso no fue lo peor. Lo peor vino cuando salieron de la ciudad: la guerra, la muerte, la destrucción, el horror. Hasta entonces no sabía lo que era todo aquello. Y ahora estaba empezando a estar mentalizada de que toda su vida iba a estar dominada por terribles acontecimientos.


Rodrigo llegó al castillo. Hacía poco tiempo que habían finalizado los remates de su construcción. Estaba emplazado en la parte más alta de San Miguel. Poseía una gruesa empalizada de madera con torres de vigilancia. Dentro del mismo se habían habilitado una construcción para atender en condiciones a algunos huéspedes notables que fueran a San Miguel, como el Conde de Castilla. Pero se pensaba que poco se iba a usar para ese cometido, sino más bien para celebrar comidas o reuniones.

Se dirigió a las habitaciones de huéspedes. Llegó a la puerta. Golpeó fuertemente la puerta con los nudillos, con cierto desagrado. No obtuvo respuesta. Empujó la puerta. Se abrió.

Construida en piedra, la habitación era angosta. Ella estaba mirando de espaldas por un estrecho ventanuco. Con la mano izquierda apartaba la gruesa cortina de lana para ver a través de ella y que entrase algo de luz. Su pelo castaño oscuro la caía en rizos hasta la cintura. No se percibió que Rodrigo entraba en la estancia. Éste carraspeó para hacer notar su presencia.

Blanca se volvió.

Rodrigo pudo ver a una bella muchacha, que sonrió ampliamente y agachó la cabeza como con vergüenza. Sus pensamientos de desagrado cambiaron en el acto. Nunca había estado tan cerca de una noble.

–Sé bienvenida. Soy Rodrigo –se presentó tímidamente agachando la cabeza.

–Debes ser...

–El hijo de Sancho, el merino de San Miguel. Mi padre me ha enviado –Rodrigo hablaba con nerviosismo– por si necesitas algo.

–Sois muy amables, tú y tu padre.

–Siento que realmente ninguna estancia de este castillo esté preparada para una mujer.

Blanca se echó a reír poniéndose la mano en la boca.

– ¿De qué te ríes?

–De la cara de pena que has puesto cuando me has dicho que sentías que no estuviera preparada la estancia para una mujer. Bastante habéis hecho con acogernos y ayudarnos.

Rodrigo no le veía la gracia por ningún lado. Pensó que sólo eran bobadas de una noble. Pero era atractiva. Y se lo iba a decir.

–Para una muchacha tan bella como tú, todas las atenciones son pocas –Rodrigo no se creyó que se hubiera atrevido a decirlo.

A Blanca todo esto la estaba resultando divertido. Pensaba que Rodrigo no era más que un niño. La estancia le parecía enormemente sencilla y tosca, pero, a pesar de todo, no le hacía sentirse mal.

En la estancia sólo existía una cama. Rodrigo empezó a pensar.

–Mira tu vestido –dijo Rodrigo señalándolo con el dedo–. Está sucio y hecho jirones. Necesitas otro.

Rodrigo se dirigió a una pared desnuda. Continuó hablando.

–Aquí hace falta un espejo para peinar tus cabellos. Y una mesa para asearte.

Luego se volvió hacia el rincón.

–Aquí necesitas un arcón para guardar tus enseres.

–Rodrigo, creo que... –intentó decir Blanca.

– ¡Ah! claro. Se me olvidaba. ¡Qué tonto soy! Necesitas un peine y útiles de aseo.

– Rodrigo, lo que quería decir... –volvió Blanca a intentarlo.

– ¡Claro! ¡Cómo no lo había pensado! ¡Los zapatos! ¡Los tienes destrozados!

– ¡Rodrigo! –insistía Blanca con tono de súplica.

Por fin él dejó de hablar.

–Lo que quiero decirte es que eres muy amable –Blanca dibujó una amplia sonrisa–. Gracias por todo. A ti y a tu padre.

–No debes darnos las gracias –dijo Rodrigo agachándose y saliendo por la puerta–. Es un placer para nosotros teneros como huéspedes.

Al salir de espaldas por la estancia no se dio cuenta que tenía la pared detrás de él, pegándose un fuerte golpe en la cabeza. Sintió un intenso dolor. Pero Blanca le estaba viendo y se reprimió de gritar y lanzar cien mil maldiciones.

Blanca también se reprimió, pero de risa. Seguía pensando que Rodrigo era poco más que un niño.

Rodrigo, nada más atravesar el umbral de la puerta, fue corriendo como una exhalación. Una vez que salió del castillo, al ver a uno de los criados le llamó a gritos.

– ¡Ruy! ¡Ruy! ¡Ven! ¡Qué vamos a bajar abajo a comprar!

Tomaron dos caballos y bajaron por la colina a galope.


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