Tierra de frontera (9/18)

LOS MÚSICOS

Se oyó la voz de trueno de Sancho llamando a Diego. Éste se santiguó pensando que le volvería a mencionar el tema de su boda con Elvira. Pero no. Era un asunto distinto.

–Diego, he pensado que para que nuestros huéspedes se sientan a gusto sería interesante preparar un banquete con unos corderos para dentro de unos días.

–Sois hospitalario en exceso, padre. A nosotros no nos sobra, bastante hacemos con acogerles y compartir mesa con ellos.

–Ya lo sé, pero son gente importante. Quizá todo lo que hagamos hoy por ellos nos lo puedan devolver el día de mañana.

–A mí me gusta la idea de una fiesta. Hace mucho tiempo que no hacemos nada así y lo echo de menos.

–Mataremos los mejores corderos, bailaremos al son de la música y el vino correrá en abundancia.

–Perfecto. La vida en la frontera es dura. Y de vez en cuando diversiones de estas no vienen mal. ¿Y qué músicos piensas traer? ¿A esos que vinieron la última vez?

–Sí. ¿No querrás que cante Beltrán?

–Terminará cantando, cuando haya bebido más de la cuenta, pero sí que sería preferible oír otra música.

Diego enarcó una ceja, antes de hablar.

–Lo malo es que esos músicos van de pueblo en pueblo y a saber donde estarán ahora.

–Tienes razón, pero a mí me dijeron que en estas fechas precisamente recorren esta zona de Castilla. Localizarles no sería muy difícil. Diego, ¿te podrías encargar tú de hacerlo?

–Está bien. Lo intentaré. Mañana partiré al amanecer.


Después de cantar el gallo, Diego se vistió, tomó el caballo y marchó, no sin antes tomar la espada y el puñal, pues los caminos no eran seguros y siempre existía la posibilidad de ser asaltado.

Tomó el camino hacia Peñafría. Era una pequeña aldea de San Miguel. Siguiendo el sendero que atravesaba los densos bosques de encinas, llegó a una encrucijada de caminos, con una cruz en el centro. No sabía que ruta tomar de las tres posibles. Tomó la de la derecha y cuando llevaba cabalgando media hora vio a un pastor con unas ovejas y le preguntó. Este le contestó que por ahí no iba bien hacia Peñafría. Dio la vuelta y desandó lo andado. Llegó otra vez a la encrucijada. Reconoció el camino por donde había venido. Recordó lo que le había dicho su padre. Que Peñafría cae hacia el Sur todo recto. Tomó el camino del medio y cabalgó. Pasada media hora vio un pueblo a lo lejos. Era Peñafría sin duda.

Cuando llegó preguntó a la gente si habían estado los músicos. Le dijeron que sí, pero hacía ya tiempo de esto. Después de dejar Peñafría habían tomado el camino hacia San Juan de los Montes. Ésta era otra aldea de la merindad, que caía más al sur. Le indicaron el camino que había de tomar y hacia allí se dirigió.

En San Juan de los Montes le dijeron que habían estado hace poco y que ahora estarían en Águilas. Diego desfalleció. Águilas era otra aldea de San Miguel, pero quedaba mucho más lejos, al oeste, casi en el territorio de Villainocencio.

Almorzó con un poco de pan y de queso que llevaba encima. Bebió abundantemente y dio de beber al caballo, al que también dejó descansar y que comiera. Estaba cansado y tenía todos los huesos doloridos de montar a caballo sin parar.

Pensó que si él no lo hacía, no lo haría nadie. Habiendo descansado un poco, él y el caballo, montó y se dirigió hacia Águilas. Cabalgó sin parar. Encontró las encrucijadas, pero siguió recto porque así se lo dijeron en San Juan de los Montes. Luego los dos caminos. Tomó el de la derecha, tal y como le habían dicho.

Por fin llegó a Águilas.

Creyó que le daba un ataque cuando le dijeron que ya no estaban los músicos. Empezó a dar patadas a una piedra y puñetazos a un árbol hasta que se hizo daño. De su boca salieron las mayores barbaridades, y aunque le costó, no llegó a blasfemar.

Cuando se calmó, decidió ir a Santís. Al fin y al cabo no estaba lejos.

Llegando a Santís estaba en el territorio de Villainocencio. Entonces recordó que su padre le había dicho que no entrara nunca en los dominios del mandatario de Villainocencio, que allí nunca serían bien recibidos. Pero pensó que no había recorrido tantas leguas para ahora volverse atrás. Además su padre no se enteraría. Le diría que había encontrado a los músicos en Águilas.

Lo que más le llamó la atención fue los rostros y la desconfianza de las gentes. Sus caras, no eran como las de los vecinos de San Miguel, que reflejaban pobreza, pero también orgullo y soberbia, sino que eran tristes y reflejaban más bien sacrificio y sumisión. Daba la clara sensación de que vivían explotados, humillados y embrutecidos.

Al verle, le rehuían. Le contestaban con miedo. Pero pudo conseguir que le dijeran que sí estaban allí, en un descampado a las afueras de la aldea. Diego sonrió con cara de satisfacción.

A lo lejos les vio. Estaban en una gran explanada desprovista de árboles. Había cuatro carros y se movía gente alrededor de ellos. Fue a galope.

– ¡Hola! –saludó levantando la mano.

Un hombre vestido con una saya, con el cabello muy largo, que le llegaba casi a la cintura, se volvió.

– ¿Qué se os ofrece?

–Soy Diego, el hijo del merino de San Miguel. Estamos preparando un banquete y mi padre quiere que cantéis y toquéis en él.

– ¿Quién es vuestro padre?

–El merino de San Miguel.

–Pues pensábamos ir hacia el Norte.

–Se os pagará adecuadamente. Tenéis la palabra de mi padre, que ya le conocéis. Estuvisteis allí en la fiesta del santo no hace mucho tiempo.

–Creo que ya me acuerdo. Vuestra cara me es conocida.

– ¿Entonces qué? -preguntó Diego con insistencia.

El hombre se quedó un rato pensativo mirando al suelo. Luego miró a Diego y habló.

–Está bien. Iremos.

Se acercó una mujer a ellos a comprobar quien era el misterioso visitante. Vestía una saya larga. Era joven, pero su pelo tenía muchas canas y aparentaba más edad.

–Me llamo Ramón y esta es mi esposa Urraca –dijo el hombre señalándola–. Estaréis cansado, ¿no es así? Venid un rato con nosotros a descansar; vuestro gaznate estará reseco y vuestra barriga tendrá algo de hambre.

–Os lo agradezco en el alma –dijo Diego, bajándose del caballo–. Parece que me ha pasado por encima una manada de vacas furiosas.

Tenían encendida una hoguera y estaban sentados alrededor de ella. Niños descalzos jugaban sin inquietarse en absoluto por la presencia de Diego.

Diego tomó asiento con ellos alrededor de la hoguera. Le ofrecieron lo que tenían.

–Ya veis, don Diego –dijo Ramón–, esta gente es humilde y no posee apenas nada y recompensan nuestras canciones dándonos lo poco que tienen.

–Sí, es cierto –contestó Diego–. A propósito, parecen siervos.

–No lo son –dijo otro de los trovadores–. Pero viven como si lo fueran...

–No parece muy normal esto en Castilla -le interrumpió Diego.

–No lo es –contestó Ramón–. Nosotros nos hemos recorrido todo el mundo; Asturias, Galicia, León, Castilla; hemos visto la tumba del apóstol Santiago; hemos ido hasta el reino de Navarra, e incluso más al Norte a la tierra de los francos. Hemos visto señores de todo tipo, pero ninguno de la piel del demonio como el de Villainocencio.

–Esto va en contra de las costumbres castellanas –dijo Diego–. ¿Cómo puede el mandatario de Villainocencio tratarles como si fuesen sus siervos? ¿Con qué derecho? ¿Sabrá de esto el conde de Castilla?

–Da igual el conde de Castilla, el rey de León o el califa de Córdoba –contestó Ramón–. Siempre habrá nobles y plebeyos.

– ¡Eso no es cierto! –Diego se puso de pie de manera desafiante–. ¡No sé os ocurra comparar a mi padre con el mandatario de Villainocenio!

–Tranquilizaos, Diego –su voz era calmada–. Ni se me ha pasado por la mente comparar ni de lejos a vuestro padre con la sabandija de Villainocencio.

Diego se fue calmando y finalmente se volvió a sentar.

–La frontera es un lugar de libertad, pero también de peligro y de violencia –le dijo el músico. Hay buena gente como vuestro padre y…

–… otros como este hijo de mala madre –Diego finalizó la frase.


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